El atentado contra Roger de Tur,
espía y cónsul francés
Alberto Sabio Alcutén
Un atentado terrorista sacudió
violentamente los juegos olímpicos de Munich en septiembre de 1972. Once
miembros del equipo de Israel murieron en la masacre perpetrada por un comando
terrorista palestino, denominado “Septiembre Negro”, en la residencia olímpica.
También la ciudad de Zaragoza padeció varias veces la lacra terrorista en el
último cuarto del siglo XX, empezando por el atentado contra el cónsul francés
en Zaragoza en noviembre de 1972. Tres jóvenes armados maniataron a las patas
de las mesas y de los armarios al cónsul francés Roger de Tur y a sus dos
colaboradores y los rociaron con pintura roja. Luego lanzaron al interior de
las oficinas un cóctel molotov que provocó un incendio. Las llamas ocasionaron
graves quemaduras al cónsul, cuyas ropas estaban impregnadas de pintura
acrílica, fácilmente combustible. A las pocas horas de cometido el atentado se
difundieron en la Universidad unas hojas suscritas por el Colectivo Hoz y Martillo, grupo que se atribuyó la autoría y
responsabilidad de los hechos. Es más que probable que la intención de los
asaltantes no fuese asesinar al cónsul, es casi seguro que “se les fue la
mano”, pero estaban jugando con fuego.
El cónsul francés en Zaragoza atesoraba
una historia de personaje de novela negra: además de regentar un negocio de
melaza y sirope para cigarrillos en la calle Asalto, había realizado labores de
espionaje a los nazis que vivían en Zaragoza y de todo ello informaba
puntualmente a los servicios secretos norteamericanos. Roger de Tur, “a quien
los norteamericanos llamaban Ric, como el personaje
de Casablanca, pero sin k”[1],
fue espía entre 1944 y 1946: escuchaba las conversaciones en alemán o en
español, redactaba sus informes en francés y los remitía a los servicios
secretos de Estados Unidos. Conviene recordar que Roger de Tur, por su
condición de empresario, mantenía fluidas relaciones con personajes como
Johannes Benhardt, quien fuese jefe local del partido
nazi en Tetuán y promotor de buena parte del tejido empresarial nazi en España
a través de la Sociedad Hispano-Marroquí de Transportes, embrión de la
posterior e influyente Sociedad Financiera Industrial (Sofindus).
El cónsul francés, junto a Antonio García, su hombre de confianza y colaborador
más directo, elaboró detallados informes en los que, por ejemplo, indica que
“todas las fábricas que en Zaragoza tienen capital alemán reciben a estos
refugiados nazis: Tudor Acumuladores
ha recibido a ocho; en Flix, dedicada a la obtención
de productos químicos, han entrado otros ocho; en la azucarera de Épila hay dos; en la nueva fábrica de producción química de
la que hablamos hace varias semanas hay 50…”[2].
Como consecuencia de las graves
quemaduras sufridas en el atentado, Roger de Tur falleció el 7 de noviembre de
1972. Murió en la sección de Traumatología y Quemados de la Seguridad Social,
“resultando estériles todos los esfuerzos de la ciencia llevados a cabo en este
establecimiento, uno de los mejores de Europa, en frase del embajador de Francia”,
según apostilla el informe policial de turno. La noticia causó hondo
estupor en Zaragoza. Se condenó el acto
criminal con absoluta unanimidad. Los ultras aprovecharon la coyuntura para
“exigir castigos ejemplares a cualquier forma de subversión para que sirva de
freno a la escalada de la violencia”[3].
Se identificaba cualquier protesta con la utilización de métodos violentos, lo
que raramente resultaba cierto. Franco concedió al cónsul francés, a título
póstumo, la Encomienda con placa de la Orden de Isabel la Católica.
Los funerales se celebraron en la
parroquia de Santa Engracia. Y en el Instituto Francés, donde había sido
instalada la capilla ardiente, se procedió a la imposición de las insignias
citadas. La concurrencia fue numerosísima, sin que fuera suficiente la amplia
capacidad del templo para albergar a la muchedumbre. Finalizado el funeral y en
un avión facilitado por el Gobierno español, los restos de Mr. Tur fueron
trasladados a Nimes para su inhumación en el panteón familiar.
Los miembros del Colectivo Hoz y Martillo, organización
desarticulada por la Policía, resultaron ser universitarios. Todos los
asaltantes al Consulado de Francia fueron detenidos: según los informes
policiales, “hasta el último de ellos, en la misma frontera española”. Lo de
Colectivo Hoz y Martillo resultaba una oportunidad inmejorable, pensaron muchas
autoridades franquistas, para lanzar una campaña de furibundo anticomunismo.
El Colectivo Hoz y Martillo se había creado en septiembre de 1971 como
“organización de matiz comunista marxista-leninista, pero con absoluta
independencia de cualquier organización similar y sin dependencia de ningún
partido político extranjero”. Su principal finalidad era “la transformación de
la sociedad mediante la subversión del Estado hasta llegar al establecimiento
de un régimen socialista a través de la insurrección armada y de la huelga”. Se
estructuraba el Colectivo en un llamado “Comité Central” cuya misión pasaba por
dirigir y coordinar las acciones; una “Secretaría Política”, encargada sobre
todo de la agitación en medios estudiantiles, una “Secretaría Militar”,
responsable de todas las actividades violentas previamente acordadas y una
“Secretaría de Propaganda” que llevaba también las finanzas del grupo. Era una
estructura demasiado ampulosa para las pocas personas que, en realidad,
integraban el grupo. Mucho arroz para tan poco pollo. Planteaban las acciones
violentas como un modo (erróneo) de despertar a las masas, de movilizarlas,
además de como un medio para acelerar la propia historia. Hacía unos años que
habían aparecido por Europa bandas terroristas como la Baader
Meinhoff en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia,
el GRAPO español y esa mezcla enloquecida de ultranacionalismo y ultraizquierdismo llamada ETA. Todos ellos practicaban la
dinámica del “cuanto peor, mejor”. El Colectivo Hoz y Martillo se guiaba
también por la acción directa: lanzamiento de un cóctel molotov en el local de
bedeles de la Facultad de Filosofía y Letras el 20 de enero de 1972;
sustracción de una multicopista de la Facultad de Veterinaria en marzo, con la
que venían confeccionando la propaganda; o robo de una furgoneta en junio, a la
que arrancaron las placas de matrícula para utilizarlas en otra acción. De
igual modo, habían asaltado el 11 de julio de 1972 la sucursal de la Caja de
Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja situada en la avenida de América de
Zaragoza, “a cuyos empleados ataron y amordazaron, obligando al cajero, bajo
amenaza de pistolas, a entregarles el contenido de la caja, casi dos millones y
medio de pesetas”. Nadie sufrió daño alguno, “a excepción del Sr. Chueca, que
fue golpeado en la cabeza con la pistola por uno de los atracadores, al
intentar escupir la mordaza que le ponían, sin que precisara asistencia
facultativa por ello”.
Los asaltantes
acabaron llevando el dinero –esos dos millones y medio de pesetas- a una torre
de Garrapinillos, propiedad de la familia de uno de
los integrantes del comando. Lo llevaron en una furgoneta robada, “en la que
permanecía Noguera todo el tiempo con el fin de avisar de un posible peligro”.
Todos los que penetraron en la entidad bancaria llevaban disfraz. Tras esconder
el botín en Garrapinillos, emprendieron viaje a
Bilbao. Habían desechado la idea de secuestrar a la esposa e hijos del director
de la sucursal.
Semanas más tarde, a una pareja de
novios que se encontraba en el interior de un automóvil en las afueras de la
ciudad les sustrajeron el DNI y el permiso de conducir, documentación que
utilizaron posteriormente para alquilar un coche sin conductor, del que se
valieron para ir al consulado francés y transportar la gasolina y demás útiles
empleados en el atentado. Además, tenían proyectadas otras “operaciones”: el
asalto a la fábrica de explosivos de Villafeliche, de
la que habían realizado un cuidado croquis, o el asalto al Club de Tiro de
Zaragoza para apoderarse de las armas que en él hubiera, o la entrada violenta
en “Casa Gispert” para llevarse las máquinas y útiles
de imprenta.
A pesar de sus diferencias
ideológicas, el Colectivo Hoz y Martillo se asemejó en su funcionamiento al
Movimiento Ibérico de Liberación (MIL) quien, con Puig Antich
entre sus acólitos, inició a partir de 1972 atracos a entidades bancarias de
Barcelona y su entorno. Como se ha señalado, “fraguaron proyectos inverosímiles
como que el propio Puig Antich fuera a grabar un
disco a Suiza en homenaje a Che Guevara, disco que se editaría con el resultado
de los atracos (…) Su publicación se titulaba CIA, siglas de Conspiración
Internacional Anarquista, y editaban en ella cómics irreverentes con una buena
dosis de humor y algo de pornografía”[4].
Pero si la suerte de Puig Antich comenzó a declinar
cuando, en el curso de un atraco, dejaron ciego a un empleado en marzo de 1973,
al Colectivo Hoz y Martillo le ocurrió algo similar con el homicidio del cónsul
francés en Zaragoza en noviembre de 1972. El Fiscal Jurídico Militar solicitó
tres penas de muerte (para Álvaro Noguera, José A. Mellado y Luis Javier Sagarra de Moor) y dos de 30 años
de reclusión (Claudio Solsona y Fernando Burillo).
Los acusados fueron defendidos por abogados de prestigio, como Emilio Eiroa, Vicente Alquézar, José
Antonio Ruiz Galbe, Ramón Sáinz
de Varanda, Francisco Polo y Jorge Ayala.
De su puño y letra, los responsables
policiales agregan: “En los comentarios de la calle puede apreciarse general
unanimidad en considerar que la petición fiscal es adecuada a la más estricta
justicia, pues servirá para cortar posibles brotes de violencia en el futuro”.
Fueron juzgados en Consejo de Guerra el 26 de julio de 1973. Las penas de
muerte fueron finalmente conmutadas por treinta años de cárcel. Los abogados
defensores centraron sus argumentos en la “falta de intencionalidad” de los
cinco autores, que acabaron siendo excarcelados tras la amnistía de octubre de
1977.
Emilio Eiroa
asumió la defensa de uno de los autores materiales del asalto al Consulado. Por
esa defensa Eiroa fue expulsado de la Hermandad
Nacional de Alféreces Provisionales de Zaragoza. Otro de los abogados, Alquézar, dijo que las penas que se solicitaron no estaban
en proporción. Si en lugar de denominarse Colectivo
Hoz y Martillo a éste se le hubiera dado el nombre de Colectivo de la Rueda y el Huso, las actuaciones hubieran ido por
otro camino y, en consecuencia, no hubiera entendido de estos hechos un Consejo
de Guerra.
[1] Véase Eduardo Martín de Pozuelo (2007): Los secretos del franquismo, Barcelona: Libros de Vanguardia, y también el documentado reportaje firmado por Antón Castro en Heraldo de Aragón, 13 de mayo de 2007.
[2] E. Martín de Pozuelo (2007)
[3] AGCZ, Informe policial, 6-12 de noviembre de 1972, p. 1
[4] J. Tusell y G. Queipo de Llano (2003): Tiempo de incertidumbre. Carlos Arias Navarro entre el franquismo y la transición, Barcelona: Crítica.