libroscomotrincheras.jpgCazarabet conversa con...   Luis Mariano Blanco Domingo, autor de “Libros como trincheras. La Biblioteca de la Universidad de Zaragoza y la política bibliotecaria durante la Guerra Civil Española (1936-1939)” (Prensas de la Universidad de Zaragoza)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prensas Universitarias de Zaragoza se acerca a la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza y a la Política durante la Guerra Civil Española, entre 1936 y 1939.

El libro muy, muy aconsejable corre a cargo de Luis Mariano Blanco Domingo, editado por Prensas Universitarias de la colección Estudios y en la temática de Bibliología.

Prensas Universitarias de Zaragoza, lleva más títulos que “hablan” de libros y que giran en torno a ellos mismos: http://puz.unizar.es/temas/0/59-Bibliolog%EDa.html

La Colección Estudios es muy específica: http://puz.unizar.es/colecciones/56/80-Estudios.html

La sinopsis del libro, aquello que nos explica Prensas Universitarias del mismo:

Esta obra se adentra en las vicisitudes por las que atravesó la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza durante la Guerra Civil Española (1936-1939). Una época convulsa y evidentemente condicionada por el desarrollo del conflicto, en la que Zaragoza desde muy pronto se convirtió en una ciudad de retaguardia controlada por los sublevados, y cuya biblioteca universitaria asumió la condición de laboratorio de ideas y de “capital” transitoria de la política bibliotecaria del bando nacional. Un escenario desde el que se implementaron organismos destinados tanto a estimular a los combatientes como a reprimir y depurar la política bibliotecaria de la Segunda República, siempre bajo los postulados ideológicos del nacionalcatolicismo que ya alumbraba el Nuevo Estado franquista.

El Servicio de Lecturas para el Soldado fue un organismo impulsado por Miguel Artigas desde la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza durante la Guerra Civil (1936-1939) como un instrumento más que contribuyera al triunfo militar del bando rebelde. El objetivo de este trabajo es analizar sus aspectos fundamentales: la difícil cohabitación con la actividad ordinaria de la biblioteca universitaria; la evolución de su funcionamiento y alcance; el papel de los facultativos y profesionales; y los resultados obtenidos, enmarcados dentro de un contexto en el que conviven las urgencias bélicas y una peculiar simbiosis entre los conceptos de lectura terapéutica y dirigida. 

El autor, Luis Mariano Blanco Domingo:

Es profesor asociado a la Universidad de Zaragoza, donde imparte docencia en el área de documentación e información. Doctor en Información y Documentación, es graduado por los mismos estudios por el mencionado Centro Académico y licenciado en Historia Medieval por la Universidad de Zaragoza. Es autor, además, de diversos estudios sobre pensamiento económico., fiscalidad durante la Edad Media, incidencia de la brecha digital en la sociedad de la información y política bibliotecaria durante la guerra civil española. Ha trabajado como documentalista en instituciones y centros de investigación como en Instituto de Estudios Fiscales, la Fundación Ernest Lluch o la Confederación Española de Cajas de Ahorros.

Miguel Artigas: https://es.wikipedia.org/wiki/Miguel_Artigas

 

 

Cazarabet conversa con Luis Mariano Blanco Domingo:

-Luis, ¿desde qué necesidad surge este libro o, preguntado de otra manera, qué “vacío” viene  a suplir este libro?

-Hasta la aparición de la tesis de Marta Torres sobre la Biblioteca de la Universidad Central en la Segunda República y la Guerra Civil en 2011, existía cierto vacío historiográfico sobre uno de los períodos de mayor convulsión en la historia de España, el primer tercio del siglo XX y la Guerra Civil, con la excepción de la brillante obra de Alicia Alted, Política del nuevo estado sobre el patrimonio cultural y la educación durante la guerra civil española. Madrid: Ministerio de Cultura, Dirección General de Bellas Artes y Archivos, 1984, primer intento de reconstrucción del armazón institucional creado por el bando nacional en materia cultural, en el que dedica un amplio espacio a las bibliotecas, o más recientemente los trabajos sobre la represión cultural del libro de Ana Martínez Rus. En el ámbito más local, y a pesar de que existen loables aproximaciones bibliográficas a la historia de la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza, todas ellas aportan una visión global, en las que apenas se alude a una etapa tan crucial como la Guerra Civil española, en la que precisamente por su condición de ciudad de retaguardia desde prácticamente el comienzo del golpe de estado del 18 de julio, Zaragoza y su biblioteca universitaria asumieron durante algún tiempo la condición de capital bibliotecaria de la zona nacional.

-¿El libro, en Zaragoza y desde el Servicio de Lecturas para el Soldado fue como una herramienta más o un instrumento para “hacer la guerra”, “ganar batallas más allá de las trincheras de barro y plomo”?

-Debido al concepto que el bando nacional tenía del libro, de su consideración como elemento pernicioso y degenerador de conductas, nunca consideró su utilización como una herramienta estratégica de primer orden. Era preferible su depuración, su represión, que el fomento de su uso y difusión, pese a los esfuerzos de facultativos y bibliotecarios por modificar esa conducta. No obstante, si eran conscientes de su virtualidad no sólo como facilitadores de ocio a los soldados y heridos, sino sobre todo como arma propagandística capaz de propagar la fundamentación teórica del Nuevo Estado. En una reveladora carta, Javier Lasso de la Vega, desde su condición de jefe del Servicio de Archivos, Bibliotecas, manifestaba que una de las causas que explicaban la escasez de camiones para trasladar los libros a los hospitales era su uso como transporte de botellas de coñac.

-¿Cómo lo hizo esto Miguel Artigas?, ¿cómo logró hacer de la política del libro una “arma de convicción” más…?

-La propuesta de crear el mencionado Servicio, elevada por Miguel Artigas a las autoridades del bando nacional prácticamente al comienzo del conflicto, pretendió en cierta medida emular tanto el Servicio de Cultura Popular como el Servei de Bibliotheques del Front republicanos, muchos más eficaces sobre todo por el respaldo y constante apoyo del poder político, que manifestaba una concepción del libro como canal educativo frente al rechazo frontal y acusador del que gozaba entre los mandos franquistas.
El escaso entusiasmo con que se recibió su idea obligó a un constante ejercicio de voluntarismo que chocaba contra la indiferencia e incomprensión del gobierno de Burgos, cuyos esfuerzos se dirigían exclusivamente a la victoria militar. Por ello, el libro era observado como un elemento nocivo que se debe depurar, o cuando menos reconducir a través de lecturas dirigidas que respondan a los parámetros fundamentales del ideal nacionalcatólico. Todos los órganos creados en la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza, entre ellos el Servicio de Lecturas, tenían un carácter finalista y claramente secundario, pese a los esfuerzos de los facultativos y bibliotecarios, entre ellos Miguel Artigas en su condición de Inspector General de Bibliotecas, por dotarle de identidad.

-Porque el objetivo claro era que desde la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza y desde el Servicio de Lecturas para el Soldado se contribuyese a la victoria de los alzados, los franquistas. Es así, ¿no?, ellos lo tenían claro desde un primer momento, coméntanos por favor…(bueno, hemos de recordar que ya tenía “su edad madura” al comienzo de la contienda)

-Efectivamente. Pese al "ninguneo" que sufrieron por parte de las autoridades franquistas, los órganos creados buscaban no sólo favorecer el triunfo del bando nacional mejorando el estado anímico de los soldados y heridos a través de la lectura, sino controlar y reprimir en su caso la difusión del libro, y fortalecer el corpus ideológico que representaban mediante la elección de las obras más apropiadas para su asentamiento.

-¿Y Miguel Artigas se entregó a ello como si fuese un soldado más?; bueno, un soldado con “mando en plaza”, ¿verdad?;¿qué “nivel de convicción total” mostró?

-Artigas mostró una evolución ideológica a lo largo del conflicto. A pesar de su condición de monárquico alfonsino y católico conservador, políticamente afín a la CEDA y cercano a los círculos constituyentes de Acción Española, principalmente a Sáinz Rodríguez y a Eugenio Vegas Latapié,  mantenía excelentes relaciones con numerosas personalidades e intelectuales cercanos a la ILE, con los que incluso colaboraba de forma asidua en proyectos culturales de diversa índole. Sin embargo, con el estallido del conflicto fue radicalizando su discurso. El vigor de su prosa y su implicación política aumentaban, sobre todo a través del culto y la mitificación del general Franco, en gran medida por el impacto que le causó la muerte de su primogénito en el frente turolense en 1938.

-Nos interesaría, aquí amigo, hacer un “alto en el camino”¿Cómo era la política lectora y bibliotecaria  durante el período de la II República? ; ¿Qué política del libro llegó o estaba en marcha con la instauración de la II República…? ; -La Institución libre de enseñanza, la Escuela Moderna, las Escuelas Racionalistas, las Misiones Pedagógicas… ¿cómo influyeron en la o las políticas en torno al libro?; ¿qué visión tenía Miguel Artigas de la misma?

-En lo que respecta a la política bibliotecaria durante la II República, como bien considera Martínez Rus, una de sus principales obsesiones fue la divulgación del libro y la promoción de la lectura pública a través de un fundamental cambio de concepto: el salto de la biblioteca popular al de biblioteca pública y gratuita. Los resortes de la administración, canalizados a través del Patronato de Misiones Pedagógicas y la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, crearon numerosas bibliotecas en amplios puntos del país, fundamentalmente rurales, y establecieron un sistema bibliotecario nacional presto a satisfacer las demandas de lectura. Al mismo tiempo, esta política bibliotecaria impulsó la industria editorial y el comercio del libro del país, lo que supuso el crecimiento de las editoriales y el aumento de las librerías. Los libros y la cultura habían tomado la calle, abandonando el ropaje elitista y restrictivo que los adornaba anteriormente, y convirtiéndose en elementos representativos de la emancipación y el progreso social. Por su parte, Artigas fue elegido director de la Biblioteca Nacional durante los primeros compases de la II República. Desde este cargo revitalizó una institución estancada con una ambiciosa propuesta de modernización en un contexto en el que se debatía cuáles debían ser los fines del centro: si convertirse en una biblioteca científica exclusiva para los investigadores o conservar su aliento popular. Su Plan Gestor procuraría armonizar ambas tendencias, apostando por la convivencia y la universalidad en la atención a los lectores independientemente de su condición.
Se acometió una profunda reforma del edificio: restauración de las cubiertas de cristal, mejoras en los servicios de calefacción y en las conducciones eléctricas, instalación del teléfono, apertura de ventanales en el Salón de Lectura, implementación de un sistema contra incendios, mejora en la seguridad de los libros para evitar hurtos con facilidad, sobre todo los incunables y raros, y se abrieron nuevas salas especializadas como las de Revistas y la de Exposiciones.
Junto a esta mejoras en las infraestructuras, desarrolló un programa completo de atención al usuario, con una ampliación de los horarios, la adaptación de los servicios a los que podían acceder a su tipología mediante carnés específicos, la instalación de una sección de libre acceso, la creación de la Sala General, la puesta en práctica de un servicio circulante, la publicación de las listas de las obras adquiridas y la confección de numerosos catálogos, la apuesta por un laboratorio fotográfico y un taller de restauración, o el permiso de consultar más de un documento a la vez. Incluso se dieron los primeros pasos para la elaboración de un catálogo colectivo de las principales bibliotecas españolas, siguiendo el modelo que Artigas había estudiado durante su estancia en Alemania.
El primer paso fue la creación en 1933 de un organismo especializado, integrado en la propia Biblioteca Nacional, destinado a formar el Índice General Bibliográfico Español, elemento de gran “trascendencia cultural ya que al tener en cada Biblioteca importante, gratis, el catálogo de la Nacional y de las más importantes de España, reunidos, podrían formarse con este material series de bibliografías que ensancharían horizontes y se abrirían a los investigadores y estudiosos perspectivas nuevas”.  No resulta difícil adivinar que la figura que está detrás de su redacción es el propio Artigas, consciente de que la carencia de homogeneidad en los encabezamientos impide ofrecer catálogos bibliográficos eficaces y útiles.
La solución propuesta supone que el nuevo órgano, teniendo como punto de partida el índice de la Biblioteca Nacional, lo revise y complete con la información suministrada por el resto de bibliotecas importantes. Una vez ultimado, se enviarían copias a todas ellas, incluyendo las universitarias y provinciales, para que sustituyan sus incompletas papeletas con las nuevas que de forma periódica le enviaría la Nacional.
Gracias a esta aportación se conseguiría uniformar la catalogación de las bibliotecas españolas; catalogar desde la Nacional los libros de las bibliotecas que posean inventarios incompletos y defectuosos y conocer de primera mano la localización de los libros que poseen las bibliotecas provinciales y que no figuran en el índice de la Nacional. Sin embargo, el proyecto murió por inanición, a pesar de los continuos intentos de revitalizarlo. Las deficiencias de los catálogos de las bibliotecas colaboradoras y la absoluta carencia de medios técnicos impidieron su éxito.
Con todo, no fue ésta la única aportación de Artigas a la redacción de la normativa bibliotecaria durante el mandato de Fernando de los Ríos. Un año antes fue uno de los principales artífices e inspiradores del trascendental Decreto de 1932 sobre reorganización de las bibliotecas universitarias, así como del fecundo y longevo decreto orgánico que regulaba al Cuerpo Facultativo de Archivos, Bibliotecas y Museos.

-¿Qué cambios se imprimieron desde el primer momento en que pudieron aplicarlos al ir triunfando “los alzados” contra la II República?. Preguntado de otra manera o ampliando un poco la pregunta: -¿Cómo va cambiando esta política del libro cuando la dictadura va fagocitando a la II República?-¿Cómo lo sufren los templos públicos del libro, bibliotecas…?

-Son muy numerosos los testimonios difamatorios que atribuían a la intelectualidad la forja y continuidad de la “antiEspaña”, la defensa de un modelo de gobierno presidido por el laicismo y el rechazo a las esencias tridentinas que habían convertido otrora a la nación en un poderoso Imperio. La Universidad de Zaragoza se convirtió en el epicentro de un movimiento de críticas acervas a la Institución Libre de Enseñanza, dominada por el catolicismo social como dogma, y que propugnaba la imposición de una alternativa confesional en contraposición a los ideales institucionistas.
En los primeros compases del conflicto, la furibunda reacción condujo al “fuego purificador” a numerosos ejemplares y obras de todo tipo y condición, en una suerte de catarsis colectiva inconsistente y arbitraria que mezclaba a Gorki con Marx o Pío Baroja. Son muy numerosas las noticias llegadas a la Comisión Depuradora de Bibliotecas de Zaragoza que señalan la imposibilidad de enviar algunos impresos, quemados en la vorágine de los primeros meses de la guerra, instigados bien por el párroco de la localidad, el alcalde o grupos de falangistas que de esta forma acreditaban la condición de “territorio liberado” del municipio en cuestión.
Las incautaciones y destrucciones de bibliotecas públicas y privadas fueron muy frecuentes en esta primera época, del mismo modo que algunos bibliotecarios, editores y libreros fueron ejecutados por mantenerse fieles a la República. Sólo el fuego podría eliminar con certeza las viejas ideas que habían conducido al país al desastre, al mismo tiempo que se convertía en el soporte preciso para difundir los nuevos tiempos. No constituye por tanto una sorpresa las exaltadas y exacerbadas palabras del rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, quien, con el elocuente título de “El peor estupefaciente” manifestaba que era necesario erradicar y purificar los libros sectarios para evitar la destrucción de la propia sociedad.
La Orden dictando normas sobre depuración de Bibliotecas públicas de 17 de septiembre de 1937 permitió no sólo institucionalizar la represión, sino paradójicamente salvar numerosas obras de la destrucción sistemática que acompañó a los libros durante los primeros meses de la guerra, puesto que normalizó y legitimó el proceso censor con una serie  de criterios organizativos concretos.

-¿La política que aplicó Artigas con qué dificultades, para sus planes y sus objetivos finales, se encontró? ; ¿y cómo fue evolucionando a lo largo de la contienda?

-Miguel Artigas como Inspector General de Bibliotecas ocupó provisionalmente la jefatura del Cuerpo Facultativo, y diseñó una política reformista basada en cinco ejes fundamentales de actuación: la creación y puesta en servicio de bibliotecas de hospitales; la intensificación del intercambio y los préstamos entre las Bibliotecas, con fondos unificados y centralizados, sobre todo de revistas extranjeras, para evitar un coste excesivo; la formación de catálogos de obras duplicadas y múltiples para intercambiarlos en el mercado internacional; el desarrollo de un plan integral de salvamento del patrimonio artístico y cultural; y la posible ocupación de las vacantes universitarias por los Facultativos del Cuerpo.
Su máxima preocupación fue reivindicar el papel del Cuerpo de Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos en el nuevo contexto, tanto en el desarrollo de la política cultural del bando nacional como en su importancia en la nueva estructura administrativa emergente.  Para ello, en primer lugar trató de reorganizar los activos de que disponía en el territorio ocupado por el bando nacional. En segundo término, impulsó la creación de las Juntas de Cultura Histórica y del Tesoro Artístico, en las que se integrarían miembros del Cuerpo en calidad de secretarios; y por último, consideraba urgente y obligatorio no permitir que hubiera una sola capital de provincia sin contar al menos con un facultativo. Sin embargo, la limitada implicación y apoyo de las autoridades, la intromisión del poder político en los nombramientos y la escasez de medios económicos impidieron que las medidas tuvieran éxito, quedándose tan sólo en una declaración de intenciones.
Por último, con el apoyo de Ángel González Palencia y las autoridades locales, organizó una campaña propagandística que buscaba tanto la difusión y legitimación de las actuaciones del bando nacional en el campo de la defensa y protección del patrimonio cultural como, sobre todo, acusar al gobierno republicano de ser responsable de la destrucción y pérdida del mismo. El ejemplo más sintomático es su polémica con Tomás Navarro Tomás a raíz de su famoso artículo de 1937 publicado en el diario Heraldo de Aragón.

-¿Este Servicio de Lectura a quién, más que a nadie, iba dirigida y por qué?

-El Servicio de Lecturas del Soldado dirigía sus objetivos tanto a desarrollar la lectura como terapia de los heridos y convalecientes como a mantener y reforzar su moral mediante una bibliografía dirigida y controlada, que contribuyera a dotar de solidez los principios ideológicos nacionalcatólicos. El zaragozano fue el primero creado en la España nacional, convirtiéndose en uno de los más dinámicos y eficaces, junto con el de Sevilla, en gran parte debido a la capacidad gestora y buen hacer de Aurea Javierre, encargada del mismo por Miguel Artigas. Pese a ello, la carencia de medios de transporte, la escasa implicación de buena parte de las autoridades y la falta de homogeneidad tanto en la estrategia de captación de fondos como en la aplicación de criterios censores, resultaron obstáculos insalvables que condujeron incluso a especular con el tránsito a otro modelo de actuación, más cercano al desarrollado por la Alemania nazi, durante la etapa de Javier Lasso de la Vega a partir de 1938.

-¿Es el libro utilizado como “arma represiva”? ; -¿Cuáles fueron las primeras políticas represivas, en torno a la edición del libro,  que adoptó la dictadura?, ¿quién las llevaba a cabo y de qué manera?

-En esta pregunta respondo a las políticas represivas realizadas por el bando nacional durante el conflicto bélico, ya que en lo que se refiere a la dictadura rebasa las coordenadas temporales de mi libro.
La obsesión antiintelectual que acompañaba a una parte relevante de las autoridades y dirigentes del bando sublevado, no podía obviar el significado del libro como elemento de promoción cultural y social. Se había convertido en un objetivo bélico por su condición de instrumento de divulgación de ideas perniciosas que atentaba gravemente contra la ideología de los promotores del levantamiento militar.
Su destrucción descontrolada en los primeros pasos del conflicto abrió paso a una reglamentación que legalizaba el bibliocausto y lo organizaba a través de las Comisiones Depuradoras de Bibliotecas, surgidas en cada uno de los distritos universitarios del territorio controlado por el bando nacional. La establecida en Zaragoza estaba dirigida por el sacerdote y prestigioso latinista Pascual Galindo, quien tras múltiples avatares se erigiría en portavoz de la mixtificación ideológica entre Falange y catolicismo.
Los resultados de su labor censora se ven reflejados en un catálogo que contiene 802 obras, mayoritariamente de contenido literario, custodiadas en la biblioteca universitaria, y de uso restringido. El total de las localidades afectadas por sus actividades alcanza en el distrito zaragozano la cifra de 277, con un total de 310 bibliotecas, la gran mayoría de Misiones Pedagógicas. Esta circunstancia es especialmente significativa, puesto que la presencia de obras de autores clásicos, o de perfil escasamente revolucionario, se explica no por su contenido o la firma, sino básicamente por la procedencia, por tratarse de obras que habían formado parte de los catálogos creados para dotar de fondos a los mencionados establecimientos culturales republicanos.
Aunque pudiera resultar paradójico, uno de los efectos fundamentales de su creación fue la posibilidad de salvar numerosas obras de la destrucción sistemática que acompañó a los libros durante los primeros meses de la guerra, puesto que normalizó y legitimó el proceso censor con una serie de criterios organizativos concretos. Ello no obsta para comprobar que su adopción por parte de las personas directamente encargadas de su realización en las distintas localidades, generalmente maestros y párrocos legos en materia bibliotecaria, fue muy irregular y heterogénea, lo que produce llamativas discordancias y contradicciones entre las obras depositadas en la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza y el hipotético catálogo de obras susceptibles de ser retiradas y depuradas por sus contenidos, nunca clarificado por parte de las autoridades del bando nacional. Esta circunstancia se ve agudizada al contrastar esos fondos con los obtenidos en las colectas y recogidas de obras por parte del Servicio de Lecturas del Soldado, puesto que muchos de los libros considerados nocivos para el régimen no sólo superan los filtros del mencionado Servicio, sino que forman parte de los catálogos ofrecidos a los distintos hospitales y frentes de combate.
Pero esta Comisión tuvo dos antecedentes previos unos meses antes en lo que respecta a la provincia zaragozana. El primero, instigado por el Gobernador Civil de la provincia, Juan Lasierra Luis, comandante de la Guardia Civil que había sucedido al fusilado Vera Coronel tras el triunfo militar, y que se mantuvo en el cargo hasta el 14 de abril de 1938, consistió en el envío de órdenes a todos los alcaldes de la provincia para que, siguiendo el espíritu de la orden del 4 de septiembre, “se proceda con toda urgencia a la incautación y destrucción”, al mismo tiempo que solicitaba información sobre lo realizado siguiendo sus directrices.
El segundo tuvo como protagonista principal al rector de la Universidad de Zaragoza Gonzalo Calamita, cuya radicalidad y enfervorizada defensa de los principios inspiradores del golpe de Estado le indujeron a diseñar un modelo de depuración propio. Primero solicitó el envío de los catálogos a las bibliotecas escolares, tras lo cual asignó a la Instrucción de Primera Enseñanza de Zaragoza la potestad de depurar las obras consideradas peligrosas  y confeccionar un listado de las mismas, compuesto finalmente por 4.289 títulos. En la siguiente fase
intervendría una Comisión designada y tutelada por él mismo, que tendría como objetivo el estudio y clasificación final de las obras, separando las permitidas de las que debían ser retiradas de la consulta pública.  Sin embargo, también se constataba la eliminación de un número indeterminado de libros en el caos que siguió a los primeros momentos, a lo que sin duda debemos añadir la inexistencia de órdenes concretas y el celo inquisitorial de muchos alcaldes y grupos falangistas de las diversas localidades afectadas, que veían en la exteriorización de su furia antirrepublicana el pasaporte al acomodo institucional en el nuevo esquema de poder.

-¿Qué libros empezaron a ver , con la dictadura, un poco esa  luz que antes no tenían tan encendida porque la gente empezó a emanciparse de ciertos “seguidismos” de “muchas indicaciones” y con la dictadura se volvió, otra vez a ello a un seguidismo impuesto , a seguir muchas indicaciones como encorsetadas..?

-La obsesión moralizante de las autoridades del bando nacional en materia literaria estaba determinada por las obras del obispo de Jaca Antolín López Peláez La cruzada de la buena prensa (1933), y sobre todo el jesuita Pablo Ladrón de Guevara con su celebérrima obra Novelistas malos y buenos (1933), elevada a la categoría de autoridad como criterio de clasificación de los escritores. El criterio de expurgo fundamental lo constituían los catálogos y lotes que había confeccionado la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros para Bibliotecas Públicas del gobierno republicano.
Establecer una taxonomía de las obras expurgadas supone en primer lugar afrontar la dificultad que comporta por el carácter tan arbitrario y heterogéneo señalado. Los errores de adscripción de autores a determinados géneros, la presencia en los listados de obras aparentemente inocuas y “neutras” con las coordenadas ideológicas de los sublevados, e incluso el propio desconocimiento de la literatura expurgada por parte de los que elaboraban las listas, condicionan enormemente su realización.
A ello debemos añadir que la consigna de eliminar todo aquello que guardara relación con la política bibliotecaria de la II República y el impulso que supusieron las Bibliotecas de las Misiones Pedagógicas, provocó que muchas obras fueran destruidas durante los primeros días de la guerra, y por tanto llegaran en escaso número a las Comisiones Depuradoras. Unas fronteras bélicas excesivamente permeables, determinadas por los avances y retrocesos de las tropas en conflicto, tampoco favorecían el control efectivo del proceso.
Y sobre todo, que la ausencia de libros de actas o documentación que reflejen el día a día de la Comisión cesaraugustana impide un exhaustivo análisis del significado de sus actuaciones.
No obstante, podemos señalar un primer grupo conformado por obras pedagógicas inspiradas por el concepto de escuela única o con una idea laica y aconfesional de la enseñanza, muy en la línea institucionista. Autores como Antonio Ballesteros, Domingo Barnés, Margarita Comas, Dewey, Hernández Ruiz, Lacroix, Montessori o Pestalozzi son los más representativos.
Otro grupo lo integran las obras de contenido político, que llegaron muy diezmadas a la Biblioteca Universitaria de Zaragoza debido a que su evidente conexión con la República y las corrientes izquierdistas las convirtió rápidamente en objetivos del fuego “redentor”. En muchas ocasiones se incluían en este bloque los análisis históricos elaborados por políticos republicanos, los estudios sociales o jurídicos de institucionistas, y por supuesto los textos legales que conformaban la estructura organizativa e institucional de la República.
En el ámbito literario era donde existía un menor consenso y un mayor comportamiento arbitrario por parte de las Comisiones. Hay unanimidad en la censura de los escritores rusos, tanto por su procedencia geográfica, que se relacionaba ingenuamente con el régimen comunista,  como por su atmósfera humanista, y por supuesto aquellas firmadas por franceses, cuya revolución era considerada el germen de las democracias burguesas, y ello sin tener en cuenta el fuerte compromiso social de escritores como Victor Hugo o Alejandro Dumas. Entre los españoles sorprende la presencia de Azorín, pero menos la de un republicano convencido y militante como Blasco Ibáñez o un crítico social tan mordaz y surrealista como Valle-Inclán.
Otro bloque está formado por libros de carácter filosófico, sobre todo aquellos que defienden el antropocentrismo y atacan por tanto los fundamentos del tradicionalismo católico. Podemos unir a éstos aquellos escritos que atentaban contra el concepto tradicional de la mujer, relegada a un segundo plano, fuera del modelo de madre ejemplar y abnegada que predicaba el Nuevo Estado, las que abordan la sexualidad desde un prisma exclusivamente científico, o las procedentes de editoriales que publicaron obras consideradas cercanas a las ideas republicanas y/o liberales como Maucci, Espasa-Calpe, o las traducciones de autores clásicos auspiciadas por Blasco Ibáñez.

-Los usuarios de las Bibliotecas como los de la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza, ¿cómo se vieron afectados y de qué manera?; y ¿cómo se veían “afectados” las personas vinculadas laboralmente a la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza?

-Las actividades bibliotecarias ordinarias del centro universitario zaragozano, aunque lógicamente afectadas por la guerra, no se paralizaron. Incluso podemos constatar el notable crecimiento durante el año 1938 tanto de la catalogación de obras, sobre todo el fondo antiguo, como del número de préstamos solicitados, fundamentalmente bibliografía de carácter técnico, circunstancia que puede tener su explicación por las propios necesidades del contexto, que demandaba aportaciones teóricas tanto para la reconstrucción de las zonas devastadas por el conflicto, como para su utilización en los frentes de combate. Sin embargo, los servicios de lectura en sala y las adquisiciones y compras de fondos vieron reducidas sus estadísticas de uso, más sensibles al transcurso de la contienda.
En cuanto al personal bibliotecario, en la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza durante la Guerra Civil convivió el personal facultativo de plantilla con otro grupo de profesionales adscritos temporalmente en el establecimiento. Ambos asumieron tanto las tareas ordinarias como las actividades extraordinarias inherentes a diversos organismos creados por el bando nacional durante la guerra, que requirieron sus servicios.
El director de la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza en esa etapa fue Pedro Sánchez Viejo, quien, pese a no disponer de un protagonismo excesivo, intentó normalizar las tareas del centro pese al desinterés del rector Calamita y la incidencia de la propia dinámica bélica, que obligaba a destinar recursos económicos y capital humano en tareas no exclusivamente bibliotecarias.
Por otra parte, la participación de los facultativos como auxiliares en la Auditoría de Guerra motivó numerosas quejas ante las autoridades del bando nacional tanto de Miguel Artigas como de Miguel Gómez del Campillo, en su calidad de Inspectores de Bibliotecas y Archivos respectivamente, por cuanto consideraban una infrautilización su presencia en dichos órganos al asumir funciones exclusivamente administrativas, dejando huérfanas de su profesionalidad a las bibliotecas y archivos donde estaban adscritos. Son constantes los oficios e interpelaciones para evitar, o cuando menos reducir, tanto la dedicación del personal como el número de horas destinadas a tal efecto, sin que ello produjera ninguna modificación en la política de guerra del gobierno franquista.

-¿Se trasladaba esto, también a las Bibliotecas Públicas?

-Indudablemente. Todas las bibliotecas, independientemente de sus contenidos, naturaleza jurídica y actuaciones, quedaron claramente determinadas por la evolución del conflicto, cuando no produjo directamente su cierre. Además, en el caso zaragozano, se trató de instalar una suerte de biblioteca pública de fácil acceso y consulta dentro de las instalaciones universitarias.

-¿Nos puedes hablar, amigo, del proceso de documentación, estudio y/o investigación…que, seguramente ha sido laborioso, pero no por eso lleno de entusiasmo?.Veo en esta “fase” algo muy, muy enriquecedor para el o la investigadora…

-La pasión del investigador es fundamental para acometer cualquier estudio riguroso y científico. La consulta de fuentes documentales primarias en los archivos, sobre todo el Archivo General de la Administración sito en Alcalá de Henares, o la que alberga la propia Biblioteca de la Universidad de Zaragoza, produce alguna frustración cuando dedicas numerosas horas a las búsquedas sin resultado aparente, pero una enorme satisfacción cuando localizas algún documento relevante o fundamental para demostrar tus hipótesis de trabajo. Igualmente la lectura de la bibliografía relacionada con la temática no sólo proporciona momentos de disfrute, sino que también ilustra y dota de solidez científica al resultado final.

-¿Y cómo es, luego, ponerle orden a todo lo anterior?; por favor, háblanos un poco de la metodología de trabajo…

-Precisamente la disciplina metodológica es la argamasa de todo estudio que pretenda ser científico. Si no somos capaces de mantenernos fieles a la metodología, nuestras aportaciones carecerán de toda validez. La fase documental es sin duda alguna una de las más importantes, pero existen otras con la misma trascendencia: fijarnos un objetivo u objetivos concretos desarrollados a través de hipótesis de trabajo a validar, realizar un adecuado y actual estado de la cuestión de la materia en cuestión, dotarla de una estructura coherente que contemple todos los aspectos, relacionar nuestras conclusiones con los objetivos propuestos.
Quizá la fase de redacción sea la más estresante. No tanto por el miedo al folio en blanco como por la tentación de no considerar la obra como acabada, de rehacerla constantemente. Por ello resulta extremadamente útil tener perfectamente claro y presente el índice de la obra, con la flexibilidad suficiente para modificarlo en caso necesario.

 

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