La foto
La mujer
que vendía cocos…
Nuestro caminante
salía arreglado del piso de Barcelona, dos gotas de una colonia detrás de las
orejas delataban que el sol había amanecido en domingo. Siempre de la mano de
su abuela, nuestro joven paseante, vestido de domingo, se animaba cuando la
puerta se cerraba a sus espaldas. Pinchaba el botón para que subiese el
ascensor y cuando este llegaba estiraban la pesada puerta de hierro y entraban
en él…olía a maquinaria como a correas de suben y bajan y a engranajes que no
chirrían por el uso de grasa negra, pegajosa de esa que se asemeja al
alquitrán, sin serlo.
Al salir del
bloque de pisos nuestro paseante se ponía la mano sobre las cejas unos
instantes, apenas unos segundos, a modo de sombrilla para acostumbrar la vista
al sol. La abuela le apretaba la mano dos veces como si se tratase de una
contraseña y se encaminaban al Park Güell. Los pasos simétricos y nerviosos de
la abuela, delataban cierta demora y ansia por ir a ver, estar y charlar con”
la mujer de los cocos” .Su camino era seguidos por nuestro joven paseante de
domingo con algún saltico como si pivotara jugando a la rayuela. Él también
sentía “cierta ansia”, cierta prisa…aunque desde intereses diferentes. Los
semáforos se hacían interminables e impertinentes, pero la abuela obedecía
siempre a ellos como en una sincronía incrédula y aduladora. En la entrada baja
del Park Güell se encontraba la señora
María con su carro cargado de rajadas de cocos a los que alimentaba
hidratándolos con agua desde un cubo de plástico…Había, además, altramuces,
pipas, cacahuetes, pipas de calabaza almendras garrapiñadas, manzanas de
caramelo y otros dulces que ella enroscaba en un papel o en un periódico
improvisado…Nuestro paseante cogía un trozo de coso que rasgaba con los
dientes… y mientras las dos mujeres se iban poniendo al día, previos chasquidos
de besos en las mejillas. La abuela solía llevar un termo con unas hierbas para
la señora María que compartían, mientras vendían los productos y las monedas
iban cayendo, con estrépito, en una caja de hojalata que, tiempo antes, había
albergado una buena colección de pastas
secas, de esas con sabor a mantequilla que se sacan ante las visitas de
sobremesa cuando no hay en casa de las pastas caseras…cajas que llegaban a las
casas para celebrar algún aguinaldo o
desde alguna visita socorrida por alguna enfermedad o estancia hospitalaria.
Pastas consumidas s a cuentagotas, consideradas “como un lujo”. Cuando las
mejores, siempre eran las caseras…más deformadas, menos “bonitas”, pero mejores
en todas dimensiones. Nuestro paseante se pasaba el rato entre alguna que otra
carrera y las visitas a las dos mujeres a las que tocaba como para establecer
un lenguaje especial, diciendo: “ei, aquí estoy…”,
hacía acto de presencia entre sus exploraciones e investigaciones en torno al
Park Güell y sus alrededores… La abuela se apuntaba, todos los domingos, a
alguna que otra excursión propuesta por el niño y lo hacía con ganas porque,
verdaderamente, aprendía con él y descubría rincones que nunca había pensado
que podrían encontrarse allí. Mientras tanto la señora María iba reponiendo sus
productos y les prestaba una atención que se acercaba al mimo.
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