Pórtico_de_la_lavandera_9.JPGLa foto

La mujer que vendía cocos…

 

 

Nuestro caminante salía arreglado del piso de Barcelona, dos gotas de una colonia detrás de las orejas delataban que el sol había amanecido en domingo. Siempre de la mano de su abuela, nuestro joven paseante, vestido de domingo, se animaba cuando la puerta se cerraba a sus espaldas. Pinchaba el botón para que subiese el ascensor y cuando este llegaba estiraban la pesada puerta de hierro y entraban en él…olía a maquinaria como a correas de suben y bajan y a engranajes que no chirrían por el uso de grasa negra, pegajosa de esa que se asemeja al alquitrán, sin serlo.

Al salir del bloque de pisos nuestro paseante se ponía la mano sobre las cejas unos instantes, apenas unos segundos, a modo de sombrilla para acostumbrar la vista al sol. La abuela le apretaba la mano dos veces como si se tratase de una contraseña y se encaminaban al Park Güell. Los pasos simétricos y nerviosos de la abuela, delataban cierta demora y ansia por ir a ver, estar y charlar con” la mujer de los cocos” .Su camino era seguidos por nuestro joven paseante de domingo con algún saltico como si pivotara jugando a la rayuela. Él también sentía “cierta ansia”, cierta prisa…aunque desde intereses diferentes. Los semáforos se hacían interminables e impertinentes, pero la abuela obedecía siempre a ellos como en una sincronía incrédula y aduladora. En la entrada baja del Park Güell se encontraba  la señora María con su carro cargado de rajadas de cocos a los que alimentaba hidratándolos con agua desde un cubo de plástico…Había, además, altramuces, pipas, cacahuetes, pipas de calabaza almendras garrapiñadas, manzanas de caramelo y otros dulces que ella enroscaba en un papel o en un periódico improvisado…Nuestro paseante cogía un trozo de coso que rasgaba con los dientes… y mientras las dos mujeres se iban poniendo al día, previos chasquidos de besos en las mejillas. La abuela solía llevar un termo con unas hierbas para la señora María que compartían, mientras vendían los productos y las monedas iban cayendo, con estrépito, en una caja de hojalata que, tiempo antes, había albergado una buena colección de  pastas secas, de esas con sabor a mantequilla que se sacan ante las visitas de sobremesa cuando no hay en casa de las pastas caseras…cajas que llegaban a las casas para celebrar  algún aguinaldo o desde alguna visita socorrida por alguna enfermedad o estancia hospitalaria. Pastas consumidas s a cuentagotas, consideradas “como un lujo”. Cuando las mejores, siempre eran las caseras…más deformadas, menos “bonitas”, pero mejores en todas dimensiones. Nuestro paseante se pasaba el rato entre alguna que otra carrera y las visitas a las dos mujeres a las que tocaba como para establecer un lenguaje especial, diciendo: “ei, aquí estoy…”, hacía acto de presencia entre sus exploraciones e investigaciones en torno al Park Güell y sus alrededores… La abuela se apuntaba, todos los domingos, a alguna que otra excursión propuesta por el niño y lo hacía con ganas porque, verdaderamente, aprendía con él y descubría rincones que nunca había pensado que podrían encontrarse allí. Mientras tanto la señora María iba reponiendo sus productos y les prestaba una atención que se acercaba al mimo.

 

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