País de Cazarabet
El camino que
lleva a la masía de Olmo
En el largo camino que lleva a la
masía, Olmo entonó una melodía; jugando con los labios y un crujir de sus
cuerdas vocales. Así y de esta manera el camino, presumiblemente se le haría
más corto. Al llegar al antiguo paso de carretas y correos que antaño servía de
vía de comunicación se paró a la vera del río, se desabrochó el macuto y llamó
a su perro Rayo para darle un poco de agua y unos trozos de su propio almuerzo…
llevaban ya tres horas largas de camino, todo cuesta arriba y estaban un poco
cansados. El sol les calentó el cuerpo al éste enfriarse y Olmo y Rayo se
quedaron un tanto adormilados… como en una ensoñación larga, pesada y lastrada.
Cuando abrió los ojos, Olmo pudo ver a su perro con el morrico
descansando en su muslo, como si éste fuese una almohada. Rayo abrió los ojos y
levantó las cejas, pero justamente cuando quería incorporarse Olmo se lo
impidió con un simple movimiento que consistió en dejarle la mano sobre el lomo
y en apretarle un poco hacia el suelo; el perro miró de reojo a Olmo e hizo
ademán como de esconderse o camuflarse entre la figura semitumbada
de su compañero. Olmo admiraba, con una rama de romero entre los dientes, a una
familia de cabras que habían bajado al río a beber. El macho y la hembra se
turnaban vigilando a nuestros amigos mientras sus tres cabritos absorbían con
saciedad el agua, pronto pasaron a comer arbustos y a la orden de una especie
de silbido se encaramaron pared arriba como si presagiasen la presencia de
alguien más o de algo que les fuese a importunar en aquella mañana. Cuando los
perdió de vista, aunque seguía oyendo deslizarse areniscas de la gran mole,
nuestro amigo Olmo y su compañero Rayo se dispusieron a atravesar el río y a
seguir con la travesía; justo al pasar el río oyeron una algarabía de voces y
gritos, unas figuras de gentes se perseguían por la senda norte; Rayo se
adelantó a Olmo y se metió por la senda a paso vivo con la cola tiesa y aire
decidido, un perro tranquilo al que le gustaba la tranquilidad. Olmo levantó la
mano para saludar, pero nadie del grupo pareció verle para contestarle y
devolverle el saludo. Avivó el paso y miró al cielo. Aún con el descanso, por
otra parte merecido, sabía que llegaría a buena hora para trabajar,
organizarse, y repartir el correo entre los vecinos de su masía. Rayo se paró y
volvió sobre sus pasos, al llegar junto a Olmo levantó la cabeza a un cielo
menos azul y dio una vuelta sobre Olmo que casi no se paró. Siguió adelante a
paso aún más vivo como si tuviese aún más prisa que Olmo en llegar. A Olmo le
gustaba el paso vivo, pero al mismo tiempo le gustaba disfrutar del paseo y de
las sendas, cada día diferentes, aún bajo las mismas pisadas; pero a Olmo ya le
había llamado la atención, también el cambio de aire, de luz, el cambio del
vuelo de las rapaces, los silbidos de más cabras que les fueron pasando por la
senda y, en un momento, como en un instante, lo entendió todo. Se paró y llamó
a Rayo que volvió a retroceder sobre sus pasos, que lo volvió a mirar mirando,
a la vez, al cielo y que dio varias vueltas alrededor de su compañero andante.
Esta vez el perro se sentó al ver que Olmo atendía al cielo…. entonces, Olmo,
bajó la mirada y con la mano acarició la cabeza del perro sonriéndole. Rayo
soltó como un ladrido sordo y quedo de aprobación y se volvió a encaminar raudo
por la senda. Se sabía el camino y hubiese sido capaz de recorrerlo a ciegas. Detrás
Olmo andaba un poco apurado, pero luego ya más suelto y acomodado, se trataba
de encontrar el ritmo y mantenerlo. Así fue. Cuando faltaban unos 500 metros
para llegar a la masía, pero ya divisaban su silueta a lo lejos empezaron a
caer gotas gruesas y pesadas y los truenos dejaron de ser intermitentes para
convertirse en una especie de acompañamiento, seguido y esquivo. Las gotas de
agua se convirtieron, en pocos segundos, en una especie de cortina. Y cuando
Olmo llegó al cobertizo se quitó el poncho y lo sacudió Rayo ya hacía unos
minutos que tenía su cuerpo extendido sobre una cama de paja todavía caldeada
por el sol que hasta hacía unas dos horas había sido imperante en aquella
mañana, miraba a Olmo tranquilo, seco y esperando a que éste se decidiese a
abrir la puerta, él sabía que hacía falta allí dentro. Tizón le esperaba.
Olmo miró al
cielo desde la ventana de la sala de estar oía la pesada agua caer, correr y
casi trepar; el aguacero era copioso, de los más copiosos de los últimos
tiempos. Sobre la mesa del comedor los fajos de cartas estaban debidamente
seleccionados y clasificados, si paraba de llover mañana los podría repartir,
estaba claro que aquella tarde seguiría lloviendo porque siempre que Rayo
acunaba en su cuerpo la figura de Tizón, el pequeño hurón, dormido como si
estuviese drogado, la larga tormenta tenía su dominio extendido para largo
rato.