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El arte de retraer
José Giménez Corbatón
Nuestros recuerdos de niño se alimentan de imágenes fijas. Julio Llamazares
rememoró su infancia en una aldea minera de León mediante un ejercicio sutil,
minucioso y concentrado de la memoria en torno a las fotos en blanco y negro de
un álbum familiar, evocación que ponía en marcha la moviola que atesora las
simas más hondas de nuestro ser: se recuperan así las escenas de cine mudo que
conforman los hitos fundamentales del desarrollo
personal.
En cualquier
instante de nuestras vidas
reaparecen esas vivencias detenidas. Un incidente nimio activa el mecanismo de
la evocación: una forma, un sonido, un olor, un parecido, una similitud (o algo
que se nos antoja tal), hasta el sabor remoto de una magdalena nos devuelve el
pasado. Entonces nos abstraemos y viajamos hasta hacer nítidos los perfiles de
la imagen. Algo se conmueve, rodeamos de oscuridad nuestro entorno para que
nada nos moleste, y la pantalla interior se ilumina de repente. Los personajes silueteados
empiezan a moverse. Hablan. Vuelven a representar lo que fueron y lo que
hicieron. Nos interrogan en la misma medida en que nosotros los evocamos.
Inmediatamente después de ese despertar, el hombre quiere fijar las imágenes
que retuvo hasta entonces su memoria. Las recupera para dotarlas de magia y de
poder, que son modos de dominar la realidad, de transmitir el saber. Intentará
dibujar también las abstracciones, los mitos que le ayudan a sobrellevar la
existencia: su visión del mundo, en definitiva.
La historia del arte es un continuo ir y venir entre todas las formas de la
representación. Cada época inventa o elige las suyas. Cada etapa crea tanto
como recupera. La pintura, que con la poesía y la música se cuenta entre las
menos útiles de las artes, tendió a copiar la realidad como un modo de
retenerla, suplantando en cierto modo a la memoria, olvidando que en la mayoría
de los casos la fidelidad no se corresponde nunca con lo que el ojo aparenta o finge ver.
La fotografía
pareció nacer para devolver
la libertad total a la pintura. Más tarde, y aún estamos en eso, aprendió las
nuevas lecciones de la pintura: no ver la realidad como si el objetivo de la
cámara fuese un mero espejo reproductor. Entonces se convirtió de pleno derecho
en arte, en escritura de luz, en mucho más que luz sometida a levantar acta del
modelo que retrata.
La fotografía,
aliada conceptualmente a la poesía y a la pintura, tiene
afán de perdurar. Quien se deja retratar exige que su imagen se detenga en el
tiempo y para el tiempo, pretende establecer un diálogo consigo mismo, mirarse
y tratar de adivinar lo que esconde dentro de sí. Nos miramos en una buena
fotografía como si quisiéramos entrever nuestra alma, un halo que nunca vemos
ni acertamos a intuir. Nos entregamos a la cámara en estado de inocencia. Pero
más tarde, cuando otros ojos observan nuestra imagen en positivo, nos
enfrentamos a ese desconocido que nos mira y es él quien hace y responde a los
interrogantes de nuestra mirada. Cees Nooteboom se formula, al respecto, la siguiente pregunta:
¿Por qué resulta tan extraño el instante en que nos dejamos fotografiar? El
tiempo no se puede detener, aun cuando el fotógrafo solicite nuestra
inmovilidad más absoluta. Entonces, ¿somos nosotros quienes interrumpimos durante apenas un segundo el discurrir de nuestra vida?
Cada instante
fijado por la fotografía es irrepetible. Pero es
también un instante privilegiado. Solemos aplicar al fotógrafo el atributo de voyeur.
Olvidamos que tan voyeur es el artista como su modelo. En el caso de la
fotografía, es el modelo quien obtiene mayor provecho del acto de posar y retener la imagen deseada sobre un trozo de papel.
Estoy hablando, es evidente, del lenguaje de la luz aplicado a las personas.
Aunque tengo que aclarar también que sobre la fotografía de paisajes, de
bodegones o de monumentos históricos, por citar sólo tres ejemplos, mis
observaciones no serían en el fondo muy diferentes.
Andrés Serrano y Miguel
Perdiguer son, ante todo, retratistas. El Diccionario de la Real Academia
define el retrato como una "pintura o efigie que representa alguna persona
o cosa". Añade otra acepción que no resuelve la disyunción anterior: en
sentido figurado, un retrato es "lo que se asemeja mucho a una persona o
cosa". Claro que también lo define como la "descripción de la figura
o carácter, o sea de las cualidades físicas y morales de una persona".
María Moliner suprime el término "cosa" de sus acepciones, y recuerda
su entronque con el verbo "retraer", traer de nuevo, reproducir,
narrar. En todo caso difícilmente podemos retratar algo que no tenga que ver
con el hombre, pues es su mirada la que selecciona el encuadre. Y no es menos
cierto que humanizamos todo aquello sobre lo que posamos los ojos, por
el mero hecho de mirarlo.
Pero Andrés Serrano y Miguel Perdiguer son retratistas en
el sentido más genuino. Cuando uno de ellos fija su objetivo sobre una hoja
otoñal, lo hace con la mirada poética que transforma ese ser vegetal en un
feliz cliché, casi en un tópico literario. Un atardecer se perfila sobre la
silueta de un carro y de su caballería. Qué decir de las uvas, del murete de
piedra seca o de los clavos que adornan la puerta de una iglesia. Cuando esas
imágenes no indagan directamente en el hombre, persiguen sus huellas.
Retratos de niños, actividades de ocio, la fiesta, los trabajos (algunos de
ellos, como la trilla, perdidos hoy), el sol, la lluvia y la nieve vistiendo
los días. Los mejores fotógrafos son aquellos que se pasean entre los hombres y
atrapan sus gestos más cotidianos: su obra, no me cabe duda, es la que más y
mejor perdurará. Mucho más que la imagen del dolor o de la miseria, de efecto
inmediato asegurado. Nadie discute el magisterio de Edward Weston, fraguado a
partir de pimientos, retretes, o de cuerpos femeninos desnudados con pudorosa
sensualidad. Perdiguer y Serrano retratan lo que conocen, y lo hacen con un
respeto por el modelo no exento a veces de fino humor (me refiero a esas instantáneas que retratan, por ejemplo, a tres monjas cruzando una pasarela o al hallazgo del Maneken Pis más singular de nuestros lares). Hay fotos en las
que al artesano (Henri Cartier-Bresson prefiere esta categoría a la de
artista) le basta con situar su linterna mágica frente a lo que se propone
retraer, tal es la intensidad del modelo (ya se trate de trilladores o de un
violinista hechizado que se llama, además, Serafín); hay otras en las que ambos
eligen jugar con el encuadre y con la luz para dar especial realce a la
narración que contiene el instante robado (un grupo de hombres jugando al
guiñote o la niña Elena a la sombra de una encina).
Pero hay más.
Hay algo de lo que, en definitiva, ningún fotógrafo puede ser enteramente
consciente en el instante de disponer su instrumento de trabajo, pero que forma
parte ineludible del resultado. ¿Hasta qué punto era consciente Andrés Serrano
del valor etnológico de sus fotos de trilla? ¿Sabía Miguel Perdiguer que, al
retratar al cartero de Santolea, estaba guardando para siempre la imagen de un
pueblo que pocos años después desaparecería bajo el absurdo y cruel peso de eso
que llamamos historia? ¿Y podían saberlo
sus modelos?
Al tiempo que perseguían
observar su presente, dibujaban un futuro azaroso y cambiante, nos legaban
testigos de la dignidad y de la incertidumbre de la vida. Fotógrafos y modelos
retrataban la infancia de muchas gentes que todavía se alimentan de esos recuerdos.
Y aún
podían saber menos que delineaban algunas de las imágenes fijas más entrañables y obsesivas de mi propia infancia.