CAMBRILES. UN
ENCUADRE
Una isla en el
mar de la revolución, o las lógicas de una desmesura
José Luis Ledesma
Puede resultar sin duda
desmesurado. Incluso en el seno de una latitud pretérita declinada en
superlativo, huésped de desaforados extremos y henchida de episodios y relatos
hiperbólicos como es la
Guerra Civil de 1936-1939, la menuda historia de Cambriles
tiene algo de excesivo. Allá en las estribaciones meridionales del Bajo Aragón,
donde éste, sin atender a tiralíneas administrativos, cede el paso a la sierra
y se tiñe en realidad de Maestrazgo… En aquellas agrestes tierras, en marco tan
modesto como Ladruñán, por el que parecería nunca se ha asomado la historia… En
lo alto, en uno de los parajes más elevados e inhóspitos de la zona y a la
reducida escala de una pequeña cueva donde diríase que nada puede germinar…,
allí un episodio exuda desproporción y florece una historia, como la tildará
uno de sus actores, «descabellada»: la de unas decenas de hombres enclaustrados
en una perdida caverna durante, algunos de ellos hasta diez meses, para huir de
la guerra, para aislarse de su reguero de sangre y muerte.
Nadie lo hubiera dicho viendo el
lugar. Y, de hecho, aunque fuera narración enraizada en el imaginario local
desde la sierra de la
Garrocha al pantano de Santolea, nadie lo había dicho por
escrito. Ha tenido que ser un espíritu inquieto que no por casualidad tiene sus
orígenes en esos ya casi abandonados núcleos rurales. Alguien, quizá más
significativo aún, que se acerca a ese retazo de la historia reciente sin ser
profesional de esa disciplina sino escritor. Historiadores y lectores en
general, hemos tenido que esperar, para conocer este destello del pasado, a que
una de las mejores plumas de las actuales letras aragonesas –uno de esos pocos
autores, ha dicho alguien y yo lo comparto, que hace reconciliarse con la
literatura– decida
revisitar un territorio que para él es infancia e inspiración literaria. Y a
que se le una en tal trayecto quien conoce y sabe atrapar como nadie los
poderosos tonos, presencias y metáforas gráficas que ofrecen esos paisajes. El
resultado es este libro, en el que medio centenar de fotografías narran sin
palabras y una crónica muy personal cartografía una historia casi olvidada
cuyos últimos actores han cedido ya al postrer silencio.
Así las cosas, resultaría casi
ocioso, y en puridad innecesario, presentar con estas líneas el trabajo aquí
ofrecido. Y más todavía hacerlo con la supuesta vitola del historiador, esa
especie de forense y «experto» del pasado, que en teoría sancionaría la
«veracidad» de los hechos y proporcionaría una mirada de conjunto en la que
contextualizarlos. No le hace falta nada de eso a un volumen con el interés
intrínseco que éste tiene y que está llamado a ocupar las estanterías de muchos
lectores, no sólo los de historia. Pero más sólida que estos reparos ha sido la
amable insistencia de quien escribe esta crónica de Cambriles. Así que cabe tal
vez aprovechar la ocasión para, junto a esas coordenadas generales que
enmarquen los hechos, abocetar en estas páginas alguna de las razones que hacen
aconsejable detenerse para desde el sosiego paladear este viaje a un ayer no tan
lejano. Que hacen interesante, incluso para el historiador, esta historia. Una
historia de grandeza y miserias casi novelesca, pero ásperamente real, y que
por su crudeza y minorada escala tiene la virtualidad de permitir acercarnos de
una forma alternativa a las costuras íntimas de un tiempo apasionado, ajeno y
en cierto modo todavía extraño.
En realidad, esa última frase
condensa varios de los apuntes que aquí merecería tal vez incluir. Por un lado,
comprobará el lector que el episodio verídico al que se consagra la obra
pareciera ideado por un literato, probablemente un dramaturgo por lo que la
cueva de Cambriles tiene de escenario único y obsesivo de una trama. Y no
parece casual que quien lo recupera aquí sea un escritor; un maestro de la
narrativa breve que en su novelística ha creado con sutil solidez los
personajes y atmósferas de un fantástico universo literario –el de Crespol– que se inspira en parte en estos parajes y donde
se abrazan realidad y ficción.
En segundo lugar, lo de la escala
reducida apunta a una ausencia. Embebidos de grandes esquemas, afanosos
usuarios de macronarrativas y, por lo que hace a la Guerra Civil
española, reproductores de relatos todavía altamente politizados, cabe
reprochar a los historiadores que hemos abordado esa contienda no haber
prestado suficiente atención al nivel último y más prosaico de la piel de ese
pasado. El comentario crítico no denuncia una falta de estudios históricos que
usen la lente regional o incluso el microscopio local. Al contrario, son ya
legión las monografías que emplean esas escalas y que, frente a las síntesis
anteriores, han hecho avanzar y mejorar considerablemente en las dos últimas
décadas el conocimiento de esa guerra. Tampoco censura ninguna carencia de
trayectorias personales, incluso las de humildes y «perdedores». Desde los
noventa y, sobre todo, al calor del ya imparable fenómeno de la «recuperación
de la memoria histórica», se ha incorporado a la bibliografía disponible un
sinfín de biografías, historias de vida, memorias y semblanzas de todo jaez. El
apunte acusa más bien la escasa presencia, en los relatos históricos, de los
rostros anónimos de aquellos años. Y, en particular, la notable ausencia de las
lógicas, razones y motivaciones de ese postrer nivel de análisis que es el de los
individuos. Su consideración no supone de ningún modo, como ha hecho alguna
reciente propuesta historiográfica, brindar por una historia de «egos» en la
que cualquier tipo de lógica o identidad colectiva –política, de clase, de
género– se diluya en un mar de intereses y objetivos radicalmente individuales
y egoístas. Pero vasta, y poco explorada, es la
distancia que media entre ese extremo y el contrario: el que aboca a que
incluso los estudios «micro» reflejen sin matices los discursos y dinámicas de
la grande politique
y reduzcan a automática traducción local de los mismos lo que mueve a
comunidades pequeñas y sujetos. Es sin
embargo un trecho que ha recorrido con notable eficacia, de nuevo ella, la
literatura. Plumas exiliadas del calado de Max Aub,
Arturo Barea o el propio Ramón J. Sender dejaban ya
entrever que la contienda civil hispana tuvo mucho de «laberíntica»
constelación de historias particulares; que lo personal no puede aislarse de lo
«político»; y que lo que llevaba a implicarse y luchar en cada bando era un no
menos heterogéneo cúmulo de motivos donde podía pesar tanto lo uno como lo
otro. Ese mismo trecho es el que, tampoco puede ser azaroso, propone en cierto
modo transitar también la crónica y la historia que aquí se prologan.
Por último, y acaso ligado a esa
misma desatención al sujeto, lo de pasado ajeno y extraño viene a cuento porque
convoca a una cierta paradoja. Paradójico es que, a pesar de los miles de
libros dedicados a la
Guerra Civil, sigan existiendo territorios de la misma «olvidados»,
confusos y que despiertan necesarias «recuperaciones» de la memoria. Y
paradójico es, tal vez más, que coexistan aún hoy en sin par maridaje lecturas
politizadas e «identitarias» de ese conflicto bélico,
de un lado, y, del otro, miradas permeadas por una pátina ético-trágica –la
guerra entre hermanos o «fratricida», una locura de barbarie, etc.–. Una pátina
inequívocamente deseable en el plano moral y útil en el de la movilización
pacifista, pero que puede implicar en última instancia una cierta evacuación
del análisis. Entre otras razones, porque la proyección sobre los años
1936-1939 de tales juicios morales articulados desde las coordenadas presentes
supone salvar artificialmente la distancia que nos separa de quienes lo
vivieron –esto es, deshistorizarlos–
al precio de alejarnos tal vez de sus vivencias, raíces y significados. Y si
hay una dimensión de esa guerra cuyos tonos y ecos nos han llegado desvaídos y
casi ininteligibles; si existe una latitud de ese drama a cuyos actores –¿y
espectadores?– no se les concede otro móvil que la pura locura, la sevicia y el
sinsentido… ésa es sin duda la de las prácticas y políticas represivas
desencadenadas en ambos bandos durante la guerra y prolongadas luego en la
posguerra. De cara al mencionado encuadre del episodio protagonista de este
libro, es precisamente de ese tiempo de violencias, miedos y odios de lo que
tratarán las siguientes páginas.
Era en efecto eso, las violencias, odios y la guerra de lo que huían, y
desde un miedo que no podía ser nimio para actuar así, los que se sepultaron en
vida durante meses en la lóbrega soledad de Cambriles. Pero más allá de esa
simple constatación, surgen muchos interrogantes, como qué y de qué grado eran
esos temores, qué había de real tras ellos y en qué consistían esas violentas
amenazas. O, para acercarnos de nuevo a la ficción, podríamos servirnos de las
palabras que el gran Sender ponía en boca del
protagonista de El rey y la
reina a propósito precisamente de ese lado más oprobioso de la contienda y
la revolución hispanas y anticipando esa ardua inteligibilidad a que nos
referíamos: «Ahí fuera suceden cosas que uno no quiere ni puede comprender. La
guerra, la sangre, ¿qué es eso?».
Tratar de contestarlos supone acercarse a una cuestión, la de la
denominada «represión», que aún hoy dista de ser un aspecto cualquiera de
nuestro pasado. Su trascendencia, para no decir su centralidad en aquel
contexto histórico, va todavía acompañada en las representaciones de aquellos
años por su carácter abiertamente polémico. De lo primero dan fe las
dimensiones objetivas de aquel drama que los historiadores, en España y con
particular atención en Aragón, llevan ya tiempo sacando con rigor a la luz.
Pero también son buena prueba los testimonios de los propios contemporáneos. Y
no es preciso para ello detenerse en los ríos de tinta de la propaganda que,
según escribiera un gran escritor que vivió la guerra en el frente aragonés,
George Orwell, denotaba que «todos creen en las atrocidades del enemigo y no en
las de su bando». Basta con asomarse a impresiones dejadas sobre lo sucedido en
el bando propio como, para seguir en tierras aragonesas, y por encima de todos,
las espeluznantes memorias de Fray Gumersindo de Estella. De lo segundo,
de su sesgo controvertido, no dejan lugar a dudas la omnipresencia de este tema
y las llamadas a «recuperar» su memoria y la de sus víctimas. En buena
medida aún ideologizada, eje central del movimiento cívico de la «memoria
histórica» y principal campo de actuación de una reciente ofensiva revisionista
con indudables perfiles políticos, la dimensión represiva de la Guerra Civil engulle
toda mirada a ese conflicto. Cual si de una suerte de gran sinécdoque se
tratara, parecería que, en las narrativas y representaciones del conflicto
bélico, esa parte del mismo que es la violencia política llega a confundirse
con el todo que es la propia guerra.
Una primera vía de acceso al fenómeno es sin duda la de sus orígenes.
Raídos mitos franquistas al margen, quedan pocas dudas entre los historiadores
respecto de lo que inició aquel vendaval de muerte que sacudió el país. Esas
actuaciones represivas que hicieron correr más sangre en calles y cunetas que
en los frentes de guerra fueron hijas de la guerra civil y del golpe de estado
cuyo fracaso la originó. Y sólo en su seno resultan inteligibles. Bien mirado,
sería ingenuo pintar un cuadro, también tópico, en el que la guadaña de la
muerte hubiera llegado sin más un 18 de julio en busca de una imprevista
cosecha de horror. En verdad, el campo social y político era por entonces tan
buen caldo de cultivo violento como en el resto de Europa. España no quedaba al
margen de la profunda crisis no sólo económica y social sino también política y
de legitimidad que recorrió esos años el viejo continente. Una crisis que implicó,
entre otras manifestaciones, el auge y asimilación de los discursos, ideologías
y prácticas de la violencia, o la «brutalización» de
la vida política. Y que, en el concreto marco hispánico, es bien patente
durante la II República
en diferentes muestras como la «militarización de la política», la sucesión de
fallidas insurrecciones o «levantamientos plebiscitarios» y la aguda
conflictividad rural urdida en buena medida alrededor del control del poder
local.
Sin embargo, ni la lucha abierta en 1936 guarda ninguna proporción con
esas prácticas anteriores, ni la guerra y su orgía de sangre se habrían
producido nunca sin la sublevación de julio. Y ningún ejemplo más claro que el
Aragón rural. A pesar de las intentonas insurreccionales de la CNT en 1932 y 1933 –circunscritas
a algunas localidades del Cinca y el Bajo Aragón principalmente, y reprimidas
tan pronta como expeditivamente–, la situación distaba mucho de la movilización
campesina o la aguda conflictividad social existentes en otras regiones de la
península. Y sin embargo, llegado el estallido bélico, la intensidad de la
violencia desencadenada en los dos bandos de la región apenas tiene parangón en
todo el país. Según la ya conocida paradoja, los supuestos bomberos hicieron en
realidad de incontinentes pirómanos. El golpe de estado presentado a sí mismo
como freno a una imaginaria amenaza revolucionaria es precisamente lo que
desencadenó una revolución real y una brutal guerra civil que extendió como
nunca antes el recurso a todo tipo de mecanismos represivos. Varios son los
factores que concurrieron para hacer de aquello un incendio sin precedentes. En
primer lugar, el «Alzamiento» y sus ejecutores yugularon las reglas del juego
democrático, inauguraron y sancionaron desde arriba una vía abiertamente violenta de intervención política y abocaron a
que las armas invadieran sin remisión el espacio de lo público. Sobre todo
porque, además, el putsch sublevado demostró desde la primera hora una
inequívoca y premeditada voluntad aniquiladora del oponente que lo diferenciaba
de tantos pronunciamientos habidos en España desde cien años atrás. Lo cual
favorecía a su vez, y en cierto modo provocaba, que respondieran con métodos
violentos quienes se opusieron a la rebelión y, al derrotarla, creyeron llegada
la hora de la revolución. De nuevo aquí el caso aragonés fue tristemente
modélico.
En segundo término, y aquí estaría la otra gran diferencia respecto de
la tradición militarista previa, su fracaso en medio país motivó que la
militarada deviniera en una larga lucha armada. Cosa que tuvo a su vez
importantes implicaciones. La inicial estrategia golpista de persecución del
contrario se perpetuó y generalizó a las distintas categorías del ahora
«enemigo». Asaltado por los sublevados para edificar otro de sesgo dictatorial,
y quebrado por la rebelión y la revolución, el Estado republicano desapareció
en casi todo el país y su vacío fue ocupado durante meses por un «hervidero» de
instancias y micropoderes armados –militares o
revolucionarios– entre los que se dispersaron el poder y la administración de
la justicia y la violencia. Y por último, la apertura de la contienda implantó
con toda su crudeza la «lógica» de la guerra: la lógica de las armas, cuyo
estrépito ahoga los métodos pacíficos, exige implicarse hasta «mancharse» en
uno u otro bando y exporta sombras de muerte hasta el último rincón del país.
Las dinámicas de los contextos bélicos, que extienden hasta al más común de los
hombres el derrumbe de los códigos éticos y normativos y la relativización de
la muerte. Las reglas de la conquista a sangre y fuego y la «tierra quemada»
que no deja prisioneros en la retaguardia. El engranaje de las espirales de
violencia y miedo, de las represalias y de las ansias de vindicta en retirada. Como Malraux
ponía en boca de un protagonista de La esperanza, su novela dedicada a la contienda española, puede haber guerras
justas, pero «no hay ejércitos justos». Máxime cuando, como era aquí el caso,
se trataba de una guerra civil. Y ya se sabe
que ésta puede ser definida precisamente como fenómeno de violencia y exclusión
por antonomasia, y que en estos conflictos suele hallar acomodo ese inevitable
cortejo de violencias privadas y opacas que se cuelan a través de la brecha
abierta por las «grandes causas».
Dicho lo cual, lo cierto es que las huellas de aquellos años parecen
sugerir que esas lógicas y espirales no eran los únicos elementos en juego.
Resulta una obviedad, pero ni todos los marcos bélicos han generado los mismos
niveles y formas de violencia ni en su seno los diversos grupos humanos la han
ejercido y sufrido en igual grado. Por ello, conviene considerar la eventual
presencia complementaria de otros factores. Algo de ello percibe el propio
Malraux cuando apunta en la misma novela, refiriéndose además a tierras
aragonesas, que «la guerra civil se improvisa más rápido que el odio». Como
hace también el aragonés José Ramón Arana, en cuya novela El cura de Almuniaced, pero también
en Nieblas, chorrean sin
pausa «puñados de odio», un «odio sordo, enconado», «ese odio que sale de la
tierra como vaho de muertos» y del que «unos y otros estáis podridos». En
efecto, el odio estaba ampliamente presente tras todos estos hechos. Tan
presente que difícilmente podía haberse improvisado de un día para otro ni
haber arribado de la mera mano de la guerra. Tan arraigado que, aunque chirríe
hoy aceptarlo, se diría que no pocos protagonistas y espectadores de aquel
drama actuaban quizá desde convicciones y esquemas que, en aquel preciso
contexto, podían convertir los episodios violentos en compañeros de viaje
aceptables y aun necesarios.
Odios, convicciones aniquiladoras, adhesiones civiles a la violencia e
incluso planificaciones previas hubo y abundaron, de eso quedan ya pocas dudas,
en el bando de los sublevados contra la República desde los mismos albores de su
«movimiento». De hecho, como muestra la reciente literatura histórica, fueron
precisamente algunas de las coordenadas centrales del coup d’état que precedió y abocó a la guerra. Podrá tal vez
cuestionarse, por fuer de ser rigurosos con los términos, la pertinencia de
describir la profusa violencia de la sublevación y del régimen franquista en
términos de «exterminio» o «genocidio». Pero ello no modifica la valoración
global de un fenómeno que se tejió como una forma paradigmática de terror. Como una
estrategia dirigida a una aniquilación selectiva de importantes contingentes de
republicanos e izquierdistas que paralizaría a los demás, abortaría toda
posible resistencia y eliminaría las bases sociales, tradiciones, culturas e identidades
del conjunto de formaciones políticas y sindicales del republicanismo y el
obrerismo del país.
Cosa no muy distinta podría
argumentarse respecto de las fases de esa violencia «franquista». Hubo en ésta
una evolución y aun cambios. Antes de que la lucha adquiriera definitivamente
los contornos de una larga guerra en el último tramo de 1936, lo que primó en
un primer momento fue no tanto la lógica bélica convencional cuanto la del
golpe de estado expeditivo y acaso la de una guerra rápida con tácticas
«coloniales». Un golpe cuya acción había de ser, en las famosas instrucciones
del general Mola, «en extremo violenta para reducir lo antes posible al
enemigo». No resultará por tanto casual que las grandes matanzas se produjeran
en mayor grado allí donde la rebelión encontró más resistencias (Sevilla,
Córdoba, Granada, Huelva, Badajoz y, por supuesto, Zaragoza). Tampoco lo es que
esta última provincia –capital incluida–, como tantas otras, registre casi el
80% de los fusilamientos cuando apenas se habían cumplido seis de los 27 meses
de guerra, ni que el porcentaje frisara el 50% contando sólo de julio a
septiembre. Por último, no podrá sorprender que durante esta primera fase los
ejecutados tras consejo de guerra –32 de los 2.578 asesinados en la Zaragoza de 1936– fueran
una exigua minoría. Y que en su lugar predominaran castigos ajenos a cualquier
tipo de formalidad jurídica como los «paseos» y «sacas», caso de la que,
producida en la turolense Plaza del Torico y
calificada por él de «auto de fe», evocara de forma sobrecogedora
Ildefonso-Manuel Gil en su novela Concierto al atardecer. Era el tiempo de una represión «de urgencia»
frente a las resistencias al golpe, de lo que Julián Casanova ha denominado terror caliente. Desde finales del
36, se abre hasta el final de la contienda una segunda etapa. El terror
caliente no dejará de hacer acto de presencia a medida que las armas
franquistas vayan ocupando regiones, como el propio Aragón oriental en marzo
del 38. Sin embargo, se dibujaban realidades alternativas en el horizonte. Las
cifras de asesinados se estabilizan en niveles inferiores, en un claro proceso
de «economización» de la violencia. La edificación
del Nuevo Estado implica que la represión pase paulatinamente a ser
centralizada en instancias «oficiales» como los Tribunales Militares. Y de cara
al largo esfuerzo bélico, en el enemigo comienza a verse no tanto un sujeto a
eliminar cuanto un oponente que «doblegar» y explotar. A la «purificación» y
aniquilación, sobre todo la identitaria, se añaden
los términos de redención, reeducación o recatolización.
A los pelotones de ejecución y piquetes falangistas se une un ingente entramado
de instancias, regulaciones y prácticas represivas: prisiones atestadas y
campos de concentración, batallones de trabajadores y colonias penitenciarias,
purgas y depuraciones profesionales, expropiaciones y sanciones económicas… Y
todo ello viene acompañado de un corpus legislativo que no dejó de crecer
durante toda la guerra e incluso después. Porque, aunque se trate de un periodo
que supera el marco de estas páginas, la inmediata posguerra constituiría una
tercera etapa. Una fase distinta en la que la violencia no dejó sin embargo de
golpear. Los alrededor de 50.000 fusilados tras el último parte de guerra en España
–941 de ellos en Aragón– así lo prueban.
Pero nada de ello sería óbice
para que hubiera una notable continuidad en esa violencia a lo largo de todas
esas etapas desde los albores de la guerra hasta finales de los años cuarenta.
Varios serían sus principales rasgos definitorios. Es uno de ellos el de sus
objetivos principales, que siguieron siendo siempre implantar una atmósfera de
terror y exclusión mediante la cual paralizar a los oponentes, allanar la
instauración del régimen de los vencedores y acabar con las tradiciones e
identidades políticas de los vencidos. Ligado a ello, son otros dos de esos
rasgos el carácter previamente planificado de esas prácticas represivas y la
naturaleza inequívocamente dirigida desde
arriba de una violencia que, incluso en los tiempos del terror caliente, se
veía fomentada, regida y sancionada por el ejército y su rígida cadena de
mandos. Completa lo anterior la implicación de no escasos segmentos sociales y
políticos que –con sus hechos, denuncias o palabras– avivaron, respaldaron e
incluso dieron forma al terror militar, y entre los que corresponde un papel de
dudoso honor, como sugiere Sender en su Réquiem por un campesino español, a la Iglesia católica.
Constantes son también durante las diversas etapas la gran pluralidad de
manifestaciones represivas, entre ellas lo que Contxita
Mir ha llamado «efectos no contables de la represión». Por último, y aunque la
atención a lo que sí se puede cuantificar no deba cegar el análisis, no parece
posible desdeñar las aproximadamente 150.000 víctimas –8.856 de ellas en
Aragón– con que esa violencia tiñó de sangre y muerte el conjunto del país. De
ahí que resulte ya un lugar común historiográfico encontrar que el imperio de
la violencia política fue la «médula espinal», la «base», la «argamasa»
cimentadora del régimen franquista.
Amaneceres sombríos y –para el ministro socialista Julián Zugazagoitia– «bochornosos», y junto a ello odios,
discursos y prácticas represivas, los hubo igualmente, sobre todo en el alba de
la revolución, en la zona republicana. Incautado y convertido en propaganda
durante décadas por la publicística franquista, este
territorio del pasado bélico ha resultado hasta hoy mismo el postrer reducto de
los viejos mitos, usos políticos y lecturas «fratricidas». Razón por la cual es
una cuestión que ha suscitado menos la atención de las últimas hornadas de
historiadores. Pero lo cierto es que también allí llegó la guerra con todo su
cortejo de sangre y oprobio. Abierta la caja de Pandora de la violencia por la
rebelión, no faltaron en la inicial respuesta de los que a la misma se
enfrentaron las represalias, las retóricas justicieras y la «caza» del
«faccioso» y del entonces denominado «fascista». En paralelo a los primeros
meses de golpe de estado y guerra incierta, que aquí lo eran de revolución,
esta última vino asimismo acompañada del terror caliente; de esa «práctica de
justicia expeditiva» cuyos orígenes, según el también ministro y hombre de
acción anarquista García Oliver, estaban en el hecho de que, ante la «rotura de
todos los frenos sociales» por la sublevación, la justicia había revertido a su
origen «popular»: «El pueblo, en tanto duró la anormalidad, creó y aplicó su
ley y su procedimiento, que era el ‘paseo’». Y a la par que se asentaba la
situación de guerra y se iba edificando una retaguardia –precisamente–
«normalizada», desde finales de 1936 la progresiva reconstrucción del Estado
republicano tenía en la centralización y control de los mecanismos represivos
uno de sus objetivos prioritarios y ello se traducía en un constante descenso
de las prácticas violentas.
En verdad, nada de lo apuntado ha de llevar a equiparar lo sucedido a
uno y otro lado de las líneas del frente. Las diferencias son insoslayables,
tanto en lo cuantitativo como, más importante para el análisis, en lo
cualitativo. Por de pronto, y a pesar de lo que algunos libros de éxito
reproducen últimamente, no es en zona republicana una violencia previa y
explícitamente planificada, ni mucho menos tiene un nítido objetivo o función
ni es clave de bóveda de ningún tipo de régimen. Se despliega como respuesta a
la acción y represión de los sublevados, y resulta más bien hija de la
improvisación, en sus objetivos y blancos, que definió aquella inédita
coyuntura de incertidumbre y desmesura. Añádese a
ello, aspecto fundamental, que tampoco es una violencia sancionada y dirigida
desde arriba, desde la cúpula del poder. Bien al contrario, la realidad muestra
que procede precisamente de la virtual desaparición del Estado y de la radical
dispersión del poder que acarreó la sublevación allí donde fue derrotada, que
es lo que define la realidad de la retaguardia republicana durante los primeros
meses, a la sazón los más sangrientos. Inextricablemente unido a ello, ocurre
que en una segunda fase la labor de órganos regionales como el Consejo de
Aragón y la reconstrucción del Estado hicieron posible una centralización del
poder y un control «institucional» de la justicia y la represión. Y que esto se
tradujo en una inmediata merma de las prácticas violentas y, a medio plazo, en
la virtual desaparición de las ejecuciones. Lo cual lleva, por último, a las
diferencias de grado. Aunque el criterio de análisis no debe ser el de contar
sufrimientos y litros de sangre vertidos, no cabe menospreciar que las
dimensiones de la violencia revolucionaria fueran muy inferiores en términos de
cárceles, campos de trabajo, incautaciones, depuraciones, etc. y, desde luego,
en el de vidas. El balance global de algo más de 50.000 víctimas en el conjunto
de la zona republicana así lo manifiesta.
Dicho lo cual, convendría añadir un elemento de
mayor complejidad a ese panorama. En una mirada de conjunto a toda la guerra,
resulta inexcusable atender a una comparación entre ambos bandos. Pero ese
esquema de las diferencias se adapta con mayor precisión a la represión
franquista que a la ejercida por los republicanos. En particular porque,
llevado a su máximo desarrollo, acaba describiendo esta última, por mero
contraste, como una violencia de «espontáneos» orígenes y motivaciones y de actores «incontrolados».
O, lo que es lo mismo, desconocidos. Sin embargo, el análisis puede avanzar
algunos pasos hacia el conocimiento de sus coordenadas. Así, en primer lugar,
si bien no las respaldan calculadas estrategias y directrices superiores, no
parece que sea el mero espontaneísmo lo que delinee
unas prácticas violentas que, para empezar, se nutrían de agravios pasados, de
luchas recientes y de categorías asentadas en el imaginario político
republicano y obrero. Categorías como la de «burgués», del que el protagonista
de Siete
domingos rojos de Sender decía que «no es una persona. Ni
un animal. Es menos que todo. No es nada. ¿cómo voy a sentir que muera un
burgués yo, que salgo a la calle a matarlos?». La de «comerciante», que para el
rotativo anarquista aragonés Cultura y Acción era «el
mayor enemigo que puede tener la
Revolución del pueblo». O como la del cura y religioso,
respecto de los cuales Max Aub hacía decir a uno de
sus personajes en Campo
cerrado, reproduciendo una creencia extendida, que «cuando deje de haber curas
dejará de haber ricos». No en vano, parece útil recordar que los eclesiásticos
fueron el primer y más intensamente perseguido blanco, pues de intensa e
incluso obsesiva hay que calificar una «caza» que se llevó por delante a 6.832
sacerdotes, religiosos y monjas y que tuvo precisamente en tierras aragonesas
uno de sus más lúgubres focos.
Por lo mismo, tampoco se diría que fuera siempre una mera reacción
indeliberada una violencia que sus propios protagonistas integraron muy pronto
en una «guerra a muerte y sin cuartel» en la que aquellos que sean «obstáculo a
la revolución» «pueden ser considerados nuestros enemigos [y] sujetos a castigo
inexorable». Y que llegó incluso a ser central en la experiencia de la guerra
de algunos, al menos en sus albores, hasta el punto de poder afirmarse en esos
años que «la ejecución de los fascistas es la revolución». Pero más allá de testimonios concebidos para ser
públicos, parecidos convencimientos cabe encontrar en otras fuentes. Uno de los
botones de muestra más rotundos con que contamos se refiere además a una
localidad bajoaragonesa. Era finales de verano de
1936, y el jefe de una columna de milicianos llegada a Escatrón
(Zaragoza) solicitaba al comité del lugar informes para decidir la suerte de
cinco derechistas allí detenidos. Y como quiera que tres de ellos eran
considerados «enemigos de la clase trabajadora y de la causa» y «peligrosos»,
se les aplicó «la última pena […] haciendo resplandecer de esta forma la
justicia por la que estamos luchando». Pero antes, y para evitar incurrir en
«algún defecto de forma», el propio jefe miliciano había solicitado
instrucciones «a Caspe», y la respuesta telegrafiada no dejaba lugar a dudas:
«ciertas cosas no se preguntan».
En segundo lugar, y aunque diste de emanar de la cúspide del poder,
resulta de igual modo poco asumible que la violencia revolucionaria fuera
siempre obra de patrullas y grupos carentes de todo control. Y que no tuvieran
en ellas la más mínima implicación los contrapoderes y organizaciones
revolucionarias e incluso –andando el tiempo y en el caso del S.I.M.– una parte
de la maquinaria estatal. Es éste un territorio complejo y aun resbaladizo,
pero una mirada atenta apunta algunos indicios. Como ya se dijo más arriba, la
derrota de la sublevación y el inicio de la guerra ocasionaron en la zona
republicana un hundimiento sin precedentes del Estado republicano. Pero ese
escenario no era en realidad, para ser precisos, el de un total vacío de poder,
una disolución de éste y de la propia esfera política en manos de un espontáneo
«pueblo en armas» y de una suerte de cegador reino de las pasiones. Parecía
tratarse más bien, incluso en las primeras semanas y meses, de la radical
dispersión y atomización del poder en un «hervidero» de variopintos «contrapoderes»
revolucionarios, la mayoría locales y armados, nacidos de la nueva coyuntura
–comités, consejos de guerra, grupos milicianos, colectividades, etc.–. Y de
una versión menos institucionalizada de lo político, pero política al cabo, en
la que la guerra, la violencia y esos nuevos organismos eran ejes vertebrales.
Organismos y poderes que podían servirse de las prácticas represivas –su
ejecución, incitación, control o freno, según los casos– no sólo en la lucha
contra el enemigo sino también para implantarse y enraizar. O lo que era lo
mismo en aquel contexto de inestabilidad y amenaza, para mostrar su presencia y
competir por hacerse un espacio en el naciente e inestable orden político
revolucionario.
Lo cual conduce al carácter
escasamente «incontrolado», o cuando menos poco desconocido, de buena parte de
los actores de la violencia. No eran desde luego ignotos los miembros de
comités y del resto de esos micropoderes, que
aparecen recurrentemente en los hechos violentos participando en detenciones
previas y tomas de declaración, en confección de «listas negras» e informes
sobre los sospechosos, en los controles armados las noches de «sacas» o en las
siniestras redes de «encargos» y colaboración represiva entre localidades
vecinas. No acaban de serlo tampoco quienes disparaban los gatillos, que eran
casi siempre milicianos forasteros pero que se integraban en las columnas y
tropas instaladas en la zona y actuaban a menudo con conocimiento de los
comités. De hecho, tal vez ni siquiera fueran desconocidos ni ajenos a algún
tipo de control los tristemente célebres grupos «incontrolados» que sembraron
de terror la retaguardia, pero cuyas matanzas no podían pasar enteramente
desapercibidas entre las autoridades locales y regionales, los mandos milicianos
y las organizaciones políticas y sindicales antifascistas. Otra cosa muy
distinta sería, por descontado, que pudieran hacer de veras algo contra sus
actuaciones, o que tal cosa entrara entre sus prioridades, en aquellas primeras
horas de lucha, incertidumbre y dispersión.
En realidad, si todos esos
organismos estaban de uno u otro modo tras las muertes de la retaguardia, era
esa misma dispersión de los mismos la que nutría la tendencia hacia los usos
violentos. Más aun, la realidad muestra que la represión se hacía más presente
cuando y donde más acusada era esa situación de fragmentación del poder. Nada
tendrá pues de sorprendente que apareciera en mayor grado durante esas primeras
semanas y meses de la guerra en los que florecía la panoplia de comités e instancias
armadas. De ahí que –con algunas excepciones como Vizcaya, Madrid y
Guadalajara– los meses de julio a septiembre de 1936 sean por toda la
retaguardia republicana los más sangrientos de toda la contienda y acumulen
entre la mitad y los dos tercios de todas las muertes, o que se alcance en casi
todas las regiones entre el 80 y el 95% caso de incluir hasta finales de año.
Para entonces, todo el territorio «leal» a la República experimentaba
un imparable enfriamiento del terror caliente a la par que se imponían las
lógicas de la disciplina, progresaba la re-centralización del poder y las
atribuciones del Estado se extendían a la gestión del orden público y la
justicia. Y por igual motivo, nada tendría tampoco de extraño que el impacto de
la violencia fuera mayor allí donde más intensa había sido la misma
multiplicación de actores públicos y poderes. Tal cosa cabría encontrar por
ejemplo en el «largo noviembre de Madrid» llevado a la literatura con íntimo
vigor por Juan Eduardo Zúñiga. Un Madrid en el que, con las tropas franquistas
a las puertas de la ciudad y el gobierno huyendo hacia Valencia, la capital
había quedado abandonada al miedo, al estruendo de una «guerra que a todos
cegaba y arrastraba a la ruina» y a la égida de los innumerables grupos y milicias
que habían de defenderla.
Pero será tal vez el de Aragón el
caso más significativo. Con la región partida en dos de norte a sur por un
frente cuyos ecos invadían cada localidad; con las tres capitales provinciales
y, con ellas, la mayoría de las instancias estatales y cuadros de la izquierda
caídos bajo la férula de los sublevados; y con la zona republicana de la región «reconquistada» por variopintas y poco coordinadas
columnas de milicianos venidos de Cataluña y Valencia con sus entusiasmos
armados, prejuicios urbanos y libertaria desconfianza hacia el Estado burgués…
En esas condiciones, acaso ninguna otra región experimentara una tal
desaparición del poder estatal ni una más intensa sustitución del mismo por un dispar conglomerado de comités, patrullas y grupos casi
independientes en sus feudos locales. Es así como será esta región adonde
llegará quizá en mayor grado el
proceso revolucionario abierto por la guerra. Con su llegada a tierras
aragonesas, la contienda y la revolución dejaron espacio para que florecieran
sueños igualitarios de justicia y libertad. Y al lado de las vertientes
destructivas de la guerra, se fraguaba asimismo una ingente y heterogénea
«labor constructiva» incluso en los caóticos albores de la contienda. Tantos
años después y tras tantas losas de mitos y anatemas, no resulta fácil acceder
a los contornos reales de una experiencia inédita y unas transformaciones cuyo
calibre suscitó intensos temores, severas críticas y agrias resistencias entre
aquellos sectores de la sociedad rural que más perdían o creían perder con
ellas. Pero lo cierto es que desde los nuevos sonidos, colores, hábitos y
rostros que invadieron las calles hasta la puesta en pie, partiendo casi de
cero, de un ejército de milicias y luego divisiones; empezando por la inmediata
aparición de órganos revolucionarios locales y acabando por los postreros pasos
de «normalización» política de la
retaguardia debida al Consejo de Aragón; tanto en el terreno de las conquistas
sociales como, en primerísimo lugar, en el vasto proceso colectivizador
en el que llegaron a estar implicados, con grados variables de libertad o
«imposición», 275 colectividades y casi 150.000 trabajadores… Todo ello parecía
expandir una atmósfera de euforia y esperanza, de cambios radicales en todos
los ámbitos de la vida colectiva que auguraban que todo era posible.
Por la misma razón, y como
reverso de la misma moneda, tampoco la intensidad de las formas represivas
desencadenadas en esa región tiene parangón en el resto de la retaguardia
republicana. Tras un verano de avances milicianos y ardores revolucionarios, la
creación del Consejo de Aragón primero, y su reconocimiento y consolidación
después, acarreaban entre octubre y diciembre un drástico dique a las prácticas
violentas. Con lo cual se mostraba además que no era el Estado el único capaz
de tal labor y que podían sumarse a ella incluso los «anarquistas» que
hegemonizaban el nuevo órgano de poder regional. Sin embargo, por un lado,
entonces era ya tarde para muchos. Y por otro, los excesos y venganzas
persistirían aún a lo largo del 37 allí donde
–áreas próximas al frente y dominios de las milicias– tenía más problemas en
llegar la tarea «ordenadora» y centralizadora del Consejo. El resultado más
sonoro de todo ello será las hasta casi 4.000 víctimas registradas en esa mitad
republicana de la región. Cifra que, puesta en relación con los menos de medio
millón de habitantes de la zona, supone una intensidad represiva sin igual.
Ninguna otra región de la zona republicana presenta semejantes índices, y de
hecho Aragón triplica los habituales en otras regiones con más líneas de
fractura previas como Cataluña, Valencia y Andalucía. Y con alguna excepción
–el Toledo meridional o la tarraconense Terra Alta– ninguna otra comarca del
país se acerca a las tasas que alcanzan zonas de la región como los partidos
judiciales de Pina y Belchite en Zaragoza (0,86 y 0,9% respectivamente) y los
de Montalbán, Castellote, Valderrobres y Alcañiz en
Teruel (0,82, 0,96, 0,99 y 1,15%).
Detalle que no parece nimio es que estos tres últimos, los más «sangrientos»,
están precisamente cerca de la cueva de Cambriles, y que todos los hombres que
en ella se escondieron proceden de los pueblos de uno de ellos (Castellote).
Ése era el terreno de juego de
esta historia. Una atmósfera de miedos, odios y violencias abierta y
multiplicada en todo el país por la guerra aunque con raíces más profundas. Un
tiempo, sobre todo estío y otoño de 1936 pero también en menor medida el año
siguiente, de terrores calientes, lenguaje de las armas y fragmentación del
poder. Un escenario, el Aragón republicano en general y las comarcas
nororientales de Teruel en particular, especialmente prolífico en comités
locales y de guerra, «grupos de investigación» e incluso grupos más o menos
«incontrolados» –como la «brigada de la muerte» de un tal Fresquet
en el Bajo Aragón– que estaban armados y plenamente dispuestos a disparar los
gatillos. Y unos figurantes, los habitantes de esas comarcas, que se vieron
convulsionados por la llegada conjunta de la guerra y la revolución y cuyo
papel fue decisivo en el transcurso local de ambas. De hecho, éste sería el
otro gran vector explicativo de lo sucedido. También en estas tierras ocurrió a
menudo lo que Juan Benet ubicara en su territorio literario de Región: que «la
guerra en una comarca apartada viene siempre de fuera», de tal modo que «sin
que nada nuevo haya ocurrido dentro de sus límites, de repente, una mañana de
julio, se encuentra en guerra». Pero una vez arribada, cada población local
lidió con ella y con su vendaval de muerte de un modo particular. No en vano,
serían las actitudes locales y, nutriendo a su vez éstas, el grado de fractura
social y política previo existente en cada comunidad, lo que determinó el muy
dispar alcance de la violencia en cada lugar. Lo que hiciera que, incluso en
estas comarcas con una intensidad represiva sin igual, la violencia pasara de
largo por muchos pueblos y no dejara su inconfundible rastro de venganza y
muerte.
De este modo, cuando los camiones
erizados de fusiles llegaran a lugares en los que ninguna fractura social había
socavado sus vínculos comunitarios, lo que los milicianos encontraban era
rostros callados, miradas temerosas tras cortinas y postigos y comités esquivos
que aseguraban que allí nadie merecía morir. Muchos de ellos eran pueblos
pequeños, de esos en los que todos se conocen, aunque también ocurría en otros
más populosos, caso del no lejano núcleo de Mequinenza,
tan líricamente evocado por el malogrado Jesús Moncada en Camino de sirga. Las inveteradas normas de la convivencia local
ejercían como casi siempre de dique de contención ante las intrusiones
externas. Y los representantes de la localidad trataban de mantenerla como una
isla ante la marea venida de fuera y de salvaguardar un cierto control social comunitario
que fuera ajeno a unas armas que controlaban los venidos de fuera. Así, por
dirigir la mirada de nuevo al partido de Castellote, hasta seis de los 22
núcleos no computan ninguna víctima y, tras las inevitables violencias
simbólicas y quemas de la imaginería religiosa, veían como las armas marchaban
para siempre. Otros siete registran apenas entre una y tres, que por lo demás
correspondían a perfiles concretos como religiosos, médicos, militares
retirados o ex alcaldes derechistas.
Sin embargo, allí donde a la
multiplicidad de actores políticos armados se añadía una nítida fractura social
local, el grado de ésta facilitaba que la «ira popular» tomara lúgubre cuerpo.
Es lo que cabe encontrar en poblaciones como Cantavieja,
Castellote, Molinos o Mas de las Matas, todos ellos con entre diez y veinte
óbitos. Y es, por supuesto, lo ocurrido en Alcorisa que, con sus 86 víctimas,
buen número de ellas tras «juicio público» en el balcón consistorial, está
entre las tres más sangrientas de toda la zona junto a Calanda
(108), Caspe (91) y Alcañiz (69). En unas y otras, con sus variables locales,
los milicianos no eran los únicos actores dispuestos a entonar cantos de
muerte. Surgen junto a ellos dedos acusadores y voces denunciantes que buscan
saldar cuentas con el pasado. Hacen acto de presencia nuevos protagonistas
locales que, aupados en los comités revolucionarios, podían considerar
necesario «limpiar» en mayor o menor medida sus territorios y «comportarse con
valentía». Por convencimientos políticos o porque, como se afirmara en la
referida Calanda, «si no demostramos que sabemos
hacer justicia tendremos que soportar que vengan a administrarla gentes de
fuera». Y por último, en las denuncias y «listas negras», aparecen también los
supuestos «fascistas» con cuya sangre se escribe esta sombría página de la
historia. Sacerdotes y religiosos; labradores ricos y gestores de fincas;
dueños de fábricas de aceite y tenderos acomodados; antiguos alcaldes o
concejales y líderes de la derecha local; jueces municipales y secretarios de
ayuntamiento; estudiantes de «casas fuertes» y médicos o veterinarios; «amos» y
labriegos unidos a ellos por vínculos laborales y de fidelidad… Todos ellos
conformarán, en estos pueblos como en el resto de la región y de la zona
republicana, los obituarios que en la posguerra serán esculpidos en cada
iglesia y que ahora, en plena guerra, representaban las víctimas propiciatorias
de la revolución.
Así las cosas, los perfiles de la
desmesura resultan irrebatibles pero menos unívocos. La historia de la cueva de
Cambriles que este volumen desmigaja no deja de albergar estridentes tonos y
una cierta sobrecarga dramática. Tonos y dramatismo que la convierten con
seguridad en única e irrepetible. Pero extravagancias formales al margen, el
episodio no está tal vez revestido únicamente de hábitos desquiciados. En aquel
tiempo rabioso y desaforado, la respuesta de sus protagonistas no era acaso tan
pintoresca y desmedida.
En primer lugar, los de Cambriles
no hacían sino lo mismo que, aunque con escenografías menos aparatosas, muchos
otros habían hecho y todavía muchos más buscado y soñado. Por lo pronto, no
faltaron, tampoco con tintes dramáticos, sucesos parecidos en la zona
franquista. Los hay desperdigados por todo el país, dispersos entre los innumerables
libros dedicados a esos años, imposibles de contabilizar. Miles de
sindicalistas, republicanos y cargos locales del Frente Popular buscaron todo
tipo imaginable de refugios frente a la represión cuando en sus regiones
triunfó la sublevación o a medida que eran conquistadas por los ejércitos de
Franco. Al menos cientos de ellos se mantuvieron o incorporaron al inicio de la
posguerra a parecidos escondrijos y cautiverios, en ciudades, pueblos, campos y
montes, hasta que se consumió su fe en un próximo cambio de régimen, la soledad
pudo más que el miedo o –como los «lobos» del maquis novelados por Julio
Llamazares– sucumbieron a la implacable persecución del vencedor sobre el
vencido. E incluso, metáfora extrema del horror, varias decenas de «topos» resistieron
en «madrigueras» y cubículos imposibles durante treinta interminables años
hasta la ley que en 1969 prescribía los delitos de la guerra, y algunos no
salieron de la tierra hasta que la muerte llevó a ella al propio Franco.
Aunque sin tales tragedias, los
escondites y reclusiones voluntarias de quienes no pudieron «pasar» al otro
lado en la primera hora salpicaron asimismo la zona republicana en guerra.
Sacerdotes y religiosos camuflados y escondidos durante el verano del 36 en
buhardillas, casas de pueblo, almacenes, parideras e incluso –como los
religiosos del Monasterio del Olivar en Estercuel–
cuevas; falangistas y militares recluidos en habitaciones ciegas de grandes
ciudades como Barcelona o Valencia; derechistas locales sumidos en la oscuridad
de cuadras, mases y torres, como los tres de Samper
de Calanda refugiados en un monte de Andorra... Con
la particularidad de que en la retaguardia republicana se añadían a todo ello
encierros colectivos. Entran en ese apartado los de religiosos y «quintacolumnistas»
en pisos, por ejemplo, del Madrid sitiado. Y son especialmente célebres los
producidos en legaciones consulares de algunas ciudades cual Málaga y, sobre
todo, en las embajadas madrileñas de distintos países europeos y sudamericanos
como Finlandia, Chile, Noruega y Argentina.
Como llevaba a su novela sobre esa experiencia uno de los miles de
beneficiarios de ese asilo diplomático, Wenceslao Fernández Flórez, todo
refugiado rezumaba un cierto «espíritu de alimaña escondida» en aquellas embajadas
que eran remanso de seguridad; que eran una isla, «una isla en el mar rojo».
Y en segundo lugar, las
«alimañas» albergadas en la buitrera de Cambriles en medio del mar
revolucionario aragonés respondían a su tiempo de forma no sólo excéntrica. En
ese marco que hemos perfilado desde lo más general a lo particular, la huida no
parecía ser para algunos la más inopinada actitud posible. Sonaba en todo el
país el fragor de la guerra y la sangre. Parecía llegada la hora de la muerte
como aceptable instrumento definidor y transformador del orden social. Se
derramaba por estas comarcas, más que en cualquier otro lugar, la «caza» del
enemigo. Y los concretos perfiles de este último resultaban meridianamente
claros a quienes movía el convencimiento de su necesario castigo. En esas
condiciones, esconderse, la búsqueda de un refugio o de una «isla», todo lo
quijotesca que ésta fuera, podía resultar un camino en cierto modo lógico.
Lógica a la que se añadía, además, que las posibles alternativas a esta caverna
poco platónica –tratar de pasar de inmediato a zona franquista, ir al frente
republicano o limitarse a esperar tiempos mejores– no ofrecían mayores
garantías y que, como mostraron otros muchos casos, acababan a menudo de la
peor manera posible. Que a la huida de una probable muerte se sumarían con el
paso del tiempo, en particular entre los últimos llegados a la cueva, otros
motivos más inmediatos y menos dudosos como escapar de la incorporación a
filas. Y que, como se infiere de la crónica que sigue a estas líneas, los
escondidos podían prever en cierto modo que su actitud les proporcionaría tal
vez homenajes y beneficios posteriores en el régimen de los vencedores.
Desde ese punto de vista,
Cambriles podrá leerse como un episodio más, o como uno particularmente inaudito,
de esa sucesión de trágicos desatinos que habría sido la Guerra Civil. Pero
la cueva cabría ser vista asimismo como una metáfora. Una metáfora, a partir de
los habitantes de la cueva, de los rostros y perfiles sociales, políticos e
incluso de género que tenían mucho que perder con la revolución, y mucho que
ganar con su aniquilación. Una representación figurada de la propia violencia y
de su efecto en las comunidades rurales, en la medida que los escondidos
trataban de cumplir de alguna manera la utopía de aislarse –de nuevo la isla–
del huracán de muerte traído por la guerra; de ponerse a salvo de la marea
externa allí donde ésta parecía desbordar los diques locales. En suma, una
alegoría de la propia guerra y de sus representaciones futuras, en el sentido
que, más allá de sus excesos escenográficos, laten en su seno, como en la
propia contienda, extrañas hoy pero ayer comprensibles «lógicas» tras la
locura; eventuales y para nosotros ajenas razones tras la sinrazón.
Tal vez, de todos modos, no convenga
forzar el argumento. Quizá esas «lógicas» buscadas sean más complejas, o más
simples, que todo eso. Es posible que a todo ello hubiera que añadir otros
elementos habitualmente poco tenidos en consideración por los historiadores,
caso de las razones individuales y subjetivas y los alineamientos familiares
–al margen de la posición social y de estatus–. O como el puro azar, tan
importante en este caso siquiera por haber ofertado a los susceptibles de huir
un espacio físico en el que hacerlo. Todos ellos están en realidad, junto a los
antes referidos, en esta menuda historia de Cambriles. Todos esos elementos, y
otros muchos, están reflejados en este bello relato situado a mitad de camino
entre la crónica y la literatura, entre la imagen y la palabra, más cerca, a
pesar de todo, de la historia que de la memoria.
Le damos paso ya. Hemos llegado a
Cambriles.