Víctor Lucea
Universidad
de Zaragoza
En el
presente escrito realizaremos un acercamiento a la protesta rural de finales
del siglo XIX y del primer tramo del siglo XX, tratando no ya de realizar un exhaustivo
listado de motivos o sucesos exhaustivo, sino intentando dar alguna luz sobre
la lógica interna de la protesta. Al contrario de lo que opinaban periodistas,
políticos y científicos sociales, los motines populares, la forma más habitual
de manifestar el descontento colectivo por las clases “bajas” de la población,
contenían fórmulas y esquemas repetidos que los protagonistas conocían y
practicaban en el contexto de la protesta, articulando esos elementos con
habilidad y cierta capacidad de control y maniobra. La imagen que desde
entonces ha calado en la opinión y los estudios sociales ha sido la del
descontrol, el caos, la explosión incontrolada de furia, el espontaneísmo,
una imagen que todavía es preciso resituar en sus justos términos, entre otras
cosas porque tales argumentos respondieron a ciertas intenciones y momentos:
por un lado, las clases pudientes y autoridades concebían a las clases
populares como “menores de edad”, y actuaban en consecuencia bajo el patrón
paternalista, lo cual se traducía en el control de las formas asociativas
populares y el liderazgo de las sociedades comunitarias rurales bajo el
paraguas de hacerlo por los intereses comunes. En el fondo estaba el miedo
hacia la nueva sociedad de masas y la posibilidad, a finales del siglo XIX, de
que la presión popular abriera los cauces del buen curso de la sociedad. Por
otro lado, los escritores del movimiento obrero ubicaron el motín en una suerte
de estadio previo y “primitivo” de la huelga y la organización sindical, un
momento de tránsito necesario hacia la inevitable y más “perfecta” forma de
movimiento social, trabajando el contraste entre las virtudes positivas de ésta
y los innumerables defectos de aquél.
Tras no
pocos intentos de reorientar el asunto, va permeando la imagen del motín como
práctica recurrente de vecinos rurales y urbanos para plantear demandas en
torno a los asuntos que más directamente les afectan. Unos asuntos que sólo
indirectamente se han de relacionar con el hambre y la carestía, y que más bien
hay que imaginar en términos de relaciones con el poder local o estatal, de
percepción e interiorización de injusticias y del propio concepto y derechos
adquiridos a través de la costumbre de que hacían gala los amotinados. La
eficacia de la protesta también ha sido discutida, pero hoy se tiende a
considerar como inaceptable el juzgar con criterios de presente los resultados
de aquellas acciones. Quizá la existencia de este tipo de demandas durante todo
el ciclo contemporáneo liberal pueda ser esgrimida por algunos como prueba
firme de su ineficacia, mas sin embargo cada vez se tiende más a cambiar la
escala de observación y los criterios de “eficacia”. Así podía constituir un
éxito en una pequeña pero activa comunidad rural, el hecho de iniciar un motín
y acabarlo con la demora del pago, con el cambio del modo de recaudación o con
la elusión de un choque fatal con las fuerzas de orden público, o con las tres
cosas al mismo tiempo.
Precisamente
en su eficacia radica la clave de su pervivencia en el tiempo, pese a que con
el nuevo siglo se fue practicando la huelga con cada vez mayor frecuencia y
organización. Eso no impidió que el motín siguiese constituyendo una
herramienta de protesta popular fundamental hasta la segunda década del siglo
XX y aún más tarde, hasta la Segunda República, aunque con el pasar de los años
de forma cada vez más esporádica. Lo cual, por otra parte, constituye una
excepción del caso español respecto del contexto europeo en el que, a la altura
de la Gran Guerra, la huelga había desplazado en mayor medida al motín como
forma de manifestación del descontento de las clases trabajadoras que aquí. En
las informaciones oficiales primaban las visiones de caos y desorden de las
algaradas, y un juicio peyorativo hacia los participantes, perdidos en “chusmas”
y “turbas” descabezadas que campaban vociferantes por donde sus más bajos
instintos les empujaban. Sin embargo, al hilvanar la narración de los sucesos
ocurridos durante los motines, y al desgranar el comportamiento de las
“muchedumbres”, se pueden descubrir comportamientos pautados y repetidos en uno
y otro lugar, que revelan cierto orden y organización internos[1].
Sobre los
trabajos previos y teorías que permiten en la actualidad sostener tales
afirmaciones, es inevitable citar aquí a los marxistas británicos y después a
los teóricos de la movilización colectiva aportaron modelos y categorías sobre
los componentes de la protesta, desterrando la supuesta “espontaneidad” y el
“primitivismo” de estas formas de manifestación colectiva del descontento. Teorías
como la movilización de recursos o la construcción de identidades
enriquecieron los análisis de revoluciones, revueltas y movimientos sociales,
fundamentando que los protagonistas no eran desagregados incapaces de subirse
al carro del progreso (teorías de la anomia), sino al contrario, personas
integradas en sus ámbitos cotidianos de vida y que compartían con los demás los
valores predominantes de la sociedad que habitaban. Desde este presupuesto
puede entenderse que deban darse algunas condiciones necesarias para la
movilización, como el aprovechamiento de una oportunidad (que merece primero
ser valorada como tal y que permite calcular las posibilidades de éxito y
disminuir los riesgos), la confluencia de unos intereses compartidos, el
control de una serie de recursos y estrategias, así como cierto grado de
organización interna[2].
No cabe duda
de que todo esto lleva al rechazo de calificativos como “prepolítico”
o “arcaico” para definir la protesta. Entre otras cosas, porque la califican
pero no la definen. Lo “prepolítico” alude a que la
acción colectiva no toca el poder, manteniéndose ajena a las fundamentales
líneas de tensión sociales, y donde además los protagonistas lo son sólo de
modo “preconsciente”. Contrapesando la balanza, el modelo político desarrollado
por Charles Tilly contribuyó sin duda a forjar una
nueva imagen de los movimientos populares, en la que estas acciones locales y
de aparente corto alcance están planteando luchas por el control de recursos
materiales y políticos. Además, los participantes siguen comportamientos
coherentes, si bien planteados con contundencia, por lo que puede decirse que
sabían bien lo que hacían. En palabras del propio Tilly,
“la gente normal comprometida en acciones aparentemente triviales, ineficaces o
egoístas como son los motines antifiscales realmente
están participando en los grandes debates sobre los derechos y obligaciones
políticas” [3].
Pero la
nueva cara del motín no está sólo remozada por la política. Además, el análisis
cultural dota de nuevos significados y lecturas simbólicas a las acciones
colectivas. En la conformación y definición de esos comportamientos repetidos a
lo largo del tiempo y la geografía, toman parte muchos elementos relacionados
con la vida cotidiana y las relaciones intracomunitarias de los protagonistas:
la identidad colectiva forjada en actos comunes, las reglas no escritas sobre
las relaciones laborales y entre los grupos sociales, los vínculos familiares y
vecinales reforzados a diario en las tareas o en el ocio, las normas y sanciones
fijados en los pactos concejiles o los valores morales compartidos y asumidos
por los vecinos, tienen una importancia clave en la puesta en escena del motín.
Y desde luego parecería poco afortunado concebir todo esto ajeno a los
trasuntos del poder local. Así pues, política y cultura parecen claves
fundamentales para la comprensión del fenómeno de protesta. Y desde luego este
tipo de enfoque requiere la elección de un marco local de investigación, donde
de lo particular se pueda ir y volver a lo general con fluidez y rigor crítico[4].
Escogemos
para el análisis un motivo fundamental en la conflictividad de las clases
populares de la época, y lo hacemos por su frecuencia, persistencia histórica y
por el temor que frente a otras demandas, despertaban entre las clases
acomodadas. Los impuestos.
Los motines antifiscales
En la fría
madrugada del 11 de noviembre se habían reunido varios vecinos en las calles de
Calanda para comenzar la revuelta. Ante los ojos de
los guardias fingieron retirarse a sus casas, pero se dispersaron por la
localidad para alentar al motín al vecindario. Un grupo llegó hasta la campana
de la iglesia y el toque a fuego rebotó por las calles y callejas, y más allá
de las eras, levantando a muchos vecinos de sus camas, hasta que confluyeron
todos en la plaza mayor para pedir –según el jefe de línea que hizo la
declaración- “con voces descompuestas” la supresión del impuesto de puertas.
Había sido arrendado por contrato y, enfurecidos, clamaban por su rescisión. La
campana, vocera de los sucesos del vecindario, también llamó a la guardia civil
del puesto, que al llegar a la plaza se topó con “multitud de grupos hablando
fuerte” y en actitud amenazante. Llegó el alcalde y una comisión comenzó a
negociar, mientras los vecinos, unos 300 o 400, bramaban “fuera, fuera” a las
puertas del Ayuntamiento. Hacia las 9 de la mañana del día siguiente se fue
calmando el tumulto ante la actitud flexible que parecían tomar las
autoridades, y al mediodía la plaza ya estaba despejada y el pueblo respiraba
tranquilidad. Cuando llegó el capitán junto al grueso de las fuerzas de los
puestos cercanos (Alcañiz, Alcorisa, Castellote, Andorra, Gargallo, Valjunquera, Valderrobres,
Belmonte y Calanda, 37 guardias, 8 cabos y 3
sargentos en total), ya no hubo necesidad de actuar. El contrato estaba
rescindido y el vecindario había evitado las detenciones y quizá también las
balas de la benemérita[5].
El motín de Calanda sucedió en el año 1892, pero se pueden encontrar
ejemplos muy similares de protesta popular durante la última década de XIX y el
primer tercio del siglo XX, sobre todo hasta los años previos a la Gran Guerra
europea. Puede afirmarse que durante todo este período el motivo antifiscal fue el primero en cuanto a las protestas y
alteraciones del orden efectuadas por las clases populares, siendo el “odioso
impuesto” de los consumos el más destacado dentro del mismo por cantidad de
disturbios originados. Odiado por su desproporcionalidad e injusticia
recaudatoria, escribía Heraldo de Aragón que tanto “en los pueblos más
insignificantes como en las capitales de alguna importancia, se suceden los
motines por consumos con frecuencia alarmante”. La molestia que estas
protestas ocasionaban a las clases acomodadas y dirigentes de la sociedad era
manifiesta, tanto que durante la primera década del XX acabaron por intentar la
reforma del impuesto. Si bien es cierto que no se dio una situación que pudiera
calificarse de revolucionaria (incluso durante la crisis del 98) o que
supusiera una grave amenaza para el Estado y el poder de las clases dirigentes,
la lluvia de disturbios protagonizados por los estratos populares alertaron
sobremanera a políticos, fiscales, periodistas y eruditos respecto del “orden
público”, comprometido cada dos por tres por tal motivo, hasta que se abolió
legalmente en 1911[6].
De lejos
venía la enemiga popular hacia los consumos y otras formas de fiscalidad. Lo de
los consumos tenía su origen en primer lugar en la naturaleza de los productos
gravados, artículos de primera necesidad como el aceite, el jabón o las carnes.
En segundo término, eran las clases más humildes las que cargaban con el peso
del impuesto, pues las puertas y fielatos de las ciudades dibujaban un mapa de
aduanas interiores que castigaban la cantidad y no la calidad del producto.
Pero lo que más exasperaba los ánimos era sobre todo la forma de recaudar,
poblada de vejatorios registros de carros y equipajes en los fielatos, y de
violentos y arbitrarios embargos en las casas de los pueblos. Los archivos
están poblados de sentencias por injurias o ataques a los agentes, y el
incendio de los fielatos se convirtió en un símbolo del motín de la época. Con
estos antecedentes, no era extraño que se identificasen los consumos y los
disturbios sociales, como apuntaban comentaristas y reconocidas plumas
contemporáneas. Lucas Mallada lo calificó como una “copiosa fuente de injustos
atropellos y de los más repugnantes contrasentidos”, y señaló como necesaria
“una fuerte rebaja al pan, a la carne y al vino” para poder conjurar a tiempo
“sediciones y revueltas, tanto más de temer cuanto más tardan en guardarse”[7].
La puesta en
escena
El origen
del motín coincidía con una ocasión propicia como la subasta del arriendo del
impuesto, el inicio del cobro o la llegada del recaudador, aunque no sólo con
motivos relacionados con el fisco, pues quizá una fiesta o el inicio de una
protesta por cualquier otra causa podía desembocar en gritos contra los
impuestos y la autoridad. Así, con motivo del arriendo hubo motín en Villalengua en el verano de 1892. Numerosos grupos se
dirigieron al ayuntamiento pidiendo que se rescindiera el contrato, petición a
la que se plegó la corporación y el contratista, dado que “el desorden
amenazaba trocarse en grave conflicto”. Diez años después la misma plaza de Villalengua sirvió como escenario de protesta popular, por
el mismo motivo y con igual estrategia. Los vecinos acudieron al ayuntamiento
clamando por la rescisión del contrato de los consumos, amenazando con quemar
las casas de los arrendadores y del Ayuntamiento si no se accedía a su
petición. Como entonces, las autoridades y el arrendador tuvieron que anular el
contrato sin que la guardia civil se empleara en la represión ni realizara
detención alguna[8].
Merece la
pena detenerse en la secuencia de los acontecimientos e indagar en los posibles
por qués de los mismos. En primer lugar se conseguía
inmediatez en la movilización de la gente, que de boca en boca se comunicaba la
importancia del evento (subasta, arriendo...) y acudían en masa al escenario público
en el que se iban a tomar decisiones que les atañían. En segundo lugar, todos
podían juzgar en el acto las condiciones como aceptables o no, y así en este
último caso el motivo y las causas del descontento aparecían diáfanas a los
ojos de todo el mundo. Desde ese momento el número pasaba de ser un potencial a
una fuerza contundente para plantear contramedidas a las autoridades.
Otras veces
la ocasión la proporcionaba la sola presencia de los recaudadores, sobre todo
si venía acompañada de maltratos, insultos o violencia, cosa que no resultaba
infrecuente en aquellos años. Son frecuentes las sentencias judiciales que
detallan protestas de inquilinos en los pueblos que se ven sorprendidos por el
recaudador, que llega acompañado de la autoridad (alguaciles, concejales...)
para efectuar los embargos. Muchas veces incluso se apunta que llegan en horas
en las que los hombres están trabajando en el campo y son las mujeres las que
se resisten, trabando las puertas o enfrentándose directamente con la autoridad,
verbal o físicamente. No era el pago lo que motivaba la protesta, era la
humillación o la sangre vertida lo que provocaba la violencia. Volvamos a
Borja. Los vecinos habían presionado al Ayuntamiento y ya se había acordado la
rescisión del contrato, no sin antes haber ocurrido algún forcejeo con la
Guardia Civil de menor importancia. Todos, se habla de unas 1500 personas,
habían aplaudido con entusiasmo en el Campo del Toro y volvían a sus casas,
cuando corrió de boca en boca la noticia de que el hijo del arrendatario había
pegado brutalmente a uno de los vecinos que presidieron la manifestación. Eso
“ha soliviantado los ánimos y recrudecido en forma tal el motín, que todos hánse dirigido a su casa, rompiéndole cristales, persianas
y cuanto hubiera estado a su alcance”, incluso se realizaron algunos disparos
contra la fachada. El anonimato que proporcionaba el número sirvió para que,
pese a realizarse detenciones tanto por daños materiales, como por insultos a
la guardia civil, no se pudiera inculpar a nadie. La sentencia criminal señala
que no se sabe a ciencia cierta “quién fuera el promovedor del motín”, y se
absuelve a los ocho inculpados por falta de prueba[9].
Sariñena ofrece otro caso significativo.
Durante la recaudación de los consumos de 1905 el empleado fue denunciado por
los vecinos debido a los insultos que profería durante los embargos. Esta fue
la ocasión, reunidos en la plaza varios centenares de vecinos, para realizar
demandas de mayor calado a las autoridades. Se pidió, dada la precaria situación
por la que atravesaba la villa, en primer lugar que los vecinos que debían
grandes cantidades al Ayuntamiento las ingresaran; en segundo lugar, que el
cobro comenzase por las mayores cuotas y que pagasen los que adeudaban seis u
ocho años –las mayores partidas-, “y que se lleve turno riguroso en el cobro
sin saltar clase ni persona”. Y en tercer lugar se reclamaba que se sustituyera
al recaudador por otro, pues les había insultado llamándolos “cobardes” y
“capones”. Pese a la coacción nada de impulsos destructivos e irracionales. El
alcalde, ante la situación alarmante que tomaba el conflicto, prometió
suspender el cobro y consultar con el gobernador[10].
La
oportunidad de actuar incluía también una valoración de las fuerzas con las que
los participantes se iban a enfrentar. En todos los motines las autoridades
piden fuerzas al jefe de línea de la Guardia Civil o al gobernador, pues las
disponibles resultan invariablemente insuficientes para mantener el orden. Ese
tiempo, entre el inicio de la protesta y la llegada de los refuerzos, es con el
que se cuenta para presionar a las autoridades, y así es como se utiliza
conjuntamente por los vecinos, que permanecen en la plaza o frente al
ayuntamiento a sabiendas de que su posición de fuerza se la ha dado el número y
la cohesión. No hay saqueo ni violencia gratuita, aunque las autoridades suelen
prever que lo habrá. Cuando llegan los refuerzos o las tropas puede ya estar
resuelto el conflicto, y no son extrañas las muestras de buen recibimiento, se
puede suponer que para evitar el golpe de la fuerza[11].
La narración
va introduciendo ya las estrategias con que contaban y utilizaban los
participantes para la movilización, terreno que a su vez traslada el análisis
directamente al ámbito de la cultura popular. Entendida ésta no como un
conjunto folclórico de mayor o menor vistosidad, sino como un territorio de
prácticas y creencias comunes para moldear el comportamiento social de la
comunidad, abarcaba no sólo comportamientos heredados o “tradicionales”, sino
también la gestión de novedades con las que establece una relación dinámica de
aceptación o rechazo. En esa herencia común se incluían los lugares de
concentración colectiva, por ejemplo la plaza del pueblo, del que hemos visto
numerosos ejemplos, aunque también eran lugares de comienzo del motín el
mercado o la estación de ferrocarril[12].
Tarazona contempla un soberbio motín
contra los consumos en 1895, pero se oyen algunas expresiones de las mujeres
dirigidas a la tropa a su llegada al pueblo, que “no querían que se les
engañase como en otras ocasiones”. Retrocedamos varios años para encontrar el
patrón más cercano de aquel motín de 1895. En enero de 1888 una fuerte
alteración del orden por los consumos mantiene en vilo a las autoridades de la
villa. Aproximadamente tres mil amotinados han destrozado las casillas y el
fielato central de consumos, quemando toda su documentación. Resulta
significativo que la mayor parte de los amotinados fuesen vecinos del populoso
barrio de San Miguel, igual que en el motín del 95. Por parte de las
autoridades, al intento de calmar los ánimos ha seguido de inmediato la huida y
guarecimiento en la casa-ayuntamiento, custodiado por
la Guardia Civil. Hubo pues, como en el motín posterior, sitio del Ayuntamiento.
A la llegada del gobernador hubo saludos y vivas, aunque también se oyeron
gritos de “¡Abajo los consumos!”. Pero la presión había surtido ya efecto, y
los concejales habían ofrecido al vecindario la supresión de las puertas,
trabajo en obras municipales y 500 raciones de rancho mientras durase el gélido
temporal[13].
Puede
decirse por tanto que el aprendizaje y ejercicio de la protesta resulta
fundamental para conformar aspectos de la misma como los roles a desempeñar o
la intensidad de la violencia. La reiteración de las acciones colectivas apunta
al carácter instrumental con que era practicado por los protagonistas para
resolver problemas recurrentes, y pone en cuestión, como ya se ha dicho, la
imagen de la improvisación y la impulsividad. Así, tras los dos graves motines
de Tarazona, se produjo otra protesta en 1902 en la
que los grupos de mujeres y chicos consiguieron que la subasta del arriendo del
consumo quedara desierta, y aún en 1905 los vecinos morosos se resistieron a
los embargos, redactando una Junta de defensa un escrito al gobernador. Los
casos de repetición son numerosos, sobre todo en los núcleos de cierta
importancia como Ateca (1897, 1900), Daroca (1899, 1902) Caspe (noviembre y diciembre de 1901,
1903), o Épila (1894, 1897, 1901), combinándose
generalmente manifestaciones y peticiones a las autoridades con acciones más
violentas, aunque también en localidades más pequeñas, como en Villalengua, se repite la acción colectiva (1892, 1902 y
1906)[14].
Es claro que
el recurso principal de los participantes residía en la fuerza del número y el
beneficio que el anonimato podía reportar en la hora de la represión. En
efecto, si la oportunidad incluía por parte de los protagonistas una valoración
de las fuerzas con las que se habían de ver las caras, en el momento del motín
la masiva presencia en la calle capacitaba para la coacción física a las
autoridades, siempre que la decisión en la acción fuera firme y un grado medido
de violencia derrumbara la resistencia inicial de alcaldes o guardias. Un
sentir común como “pueblo” podía proporcionar esta cohesión y decisión
necesarias. En Gotor se reunieron en el primero de
enero de 1902 “casi todos los vecinos”, obligando “el pueblo en masa” a
rescindir el contrato de consumos. Las mujeres y chicos de Fabara en número de
doscientas aproximadamente salieron en
1904 al encuentro del recaudador de cédulas, gritando “¡fuera, fuera ese!” y
lanzando piedras, suspendiéndose el cobro. En Munébrega
se dice que en 1911 “los casi trescientos vecinos” están dispuestos a no pagar,
saliendo al día siguiente un grupo de más de cien a impedir el cobro[15].
El motín de
Alcañiz de 1905 ofrece otro ejemplo de la flexibilidad del repertorio de
protesta, de la preparación y organización del motín, y también introduce
algunos elementos a través de los que adentrarse en los símbolos de la cultura
popular utilizados por los protagonistas. A los más graves sucesos precedieron
varias manifestaciones pacíficas al Ayuntamiento pidiendo el reparto general
del consumo y la eliminación de los fielatos. Sin embargo, y ante lo
infructuoso de estos intentos, el 22 de enero un pequeño grupo de mujeres y
hombres comenzó a dar voces contra el impuesto, uniéndose a ellos “un inmenso
gentío” que se apoderó de los tres fielatos, quemándolos con toda su
documentación. La fuerza, doce individuos, fue por supuesto insuficiente para
frenar el motín y proceder a detener a los “autores y excitadores” del mismo.
En la madrugada siguiente volvieron a salir los grupos a los fielatos para
impedir que los empleados de consumos se incorporasen a sus puestos. Todavía no
habían llegado los refuerzos, entre otras razones por la dilación que supuso el
corte de la línea telegráfica y las dificultades de tránsito por los caminos
debido a los temporales. Hasta un centenar de soldados y guardias llegaron de
la comarca y Zaragoza. Cuando lo hicieron el día 25, la población seguía
amotinada por las detenciones practicadas (veintiséis vecinos), pidiendo a
gritos la libertad de los presos. Al día siguiente había “calma aparente”,
temiendo las autoridades la reproducción de los desórdenes tan pronto como se
ausentase la Guardia Civil reconcentrada. El alcalde telegrafiaba
angustiosamente al ministerio de guerra solicitando dos compañías del ejército,
pues “peligran vidas y haciendas mayores propietarios y dice rumor público
atentarán contra concejales, casa consistorial y otros edificios públicos”.
Sobre varias circunstancias merece detenerse con pausa de esta secuencia: las
tácticas como el papel de las mujeres en el motín, el uso de elementos de claro
significado popular como el fuego, y la reacción que ante las detenciones se
produce, generalmente más violenta que la propia acción del motín[16].
En efecto,
las mujeres y chicos comienzan el motín, y arengan después a los hombres a
sumarse al mismo. Se puede pensar sobre todo en una razón táctica principal,
evitar el enfrentamiento directo con la fuerza aprovechando su relativa
impunidad frente a los guardias, aunque también debería rastrearse la
legitimidad que podían dar las mujeres a la protesta, una fuerza quizá
proviniera de las tareas de abastecimiento familiar asumidas en el seno de la
comunidad rural. Los ejemplos son mayoría. En Tarazona
fueron las mujeres las que llevaron el peso de la acción colectiva. Ya en 1888
se indica que “las mujeres excitan a los hombres”, y es a ellas a quien se
dirige el gobernador rogándoles “que se lleven a sus maridos y a sus hijos,
temiendo sea este un día de luto para la población”. En 1895 las mujeres
esperaban la fuerza en la estación de ferrocarril, y son ellas las que llaman a
las puertas de los acomodados pidiendo que se abran. Igual sucede en Teruel en
1890, cuando “una turba numerosa, compuesta de gente levantisca del Arrabal, en
su mayoría mujeres, invadió el Ayuntamiento dando desaforados gritos y
profiriendo amenazas” pidiendo la supresión del consumo, apedreando los
balcones y rompiendo el mobiliario. También son las mujeres las que se amotinan
primero en Nuévalos en 1908, profiriendo amenazas
contra el recaudador “porque iba a cobrar precisamente en los días en que los
agentes atmosféricos, casi peores que los ejecutivos, se habían llevado las
cosechas” [17].
Otras
estrategias tienen que ver con el aislamiento de la localidad cortando las
comunicaciones y, por tanto, ganando tiempo para la negociación. En Alcañiz se
corta la línea telegráfica, también en el motín de Calamocha de 1894, y en el
de Munébrega de 1911 el día escogido era casualmente
festivo, y el jefe no pudo avisar a los puestos de la línea para que enviaran
refuerzos. Además se suelen tomar los caminos y salidas del pueblo para que
nadie salga a trabajar antes de haber solucionado el conflicto.
El uso de
símbolos tradicionales en el motín tenía por un lado la ventaja de portar un
significado diáfano para los participantes, actuando además como un elemento
reforzador de la cohesión interna y la identidad colectiva. La campana era el
mejor exponente, como se ha visto en Calanda en 1890.
También, tras varios días de embargos, se tocó a fuego en Vera de Moncayo en
1906, “acudiendo todos incluso los trabajadores de campo, y unidos como una
sola persona, intimaron al alcalde y recaudador, por lo que suspendieron el
acto”. Su uso venía condicionado por la posibilidad de acceder a ella, muchas
veces imposibilitado por los párrocos que cerraban el campanario a la mínima
alteración popular. Así, en Azuara se recurrió a la
caracola en 1892 para convocar al vecindario cuando se iniciaron los embargos,
y lo mismo se hizo con el cuerno en Sariñena en 1905.
El fuego también debe ser contemplado no como un mero medio destructivo, sino
como un elemento simbólico de nivelación elemental. Fue aplicado a los fielatos
en Huesca en el motín en 1885, y algo más tarde en La Almunia, en 1891, donde
los grupos destrozaron los libros de cuentas y quemaron en la plaza algunos
objetos de la administración de consumos. Baste mencionar aquí que el fuego
como elemento simbólico permanecerá vigente en la sociedad rural hasta las
insurrecciones anarquistas de los años treinta, cuando la proclamación del comunismo
libertario en las intentonas de 1932 y 1933 venían acompañadas del ritual de la
quema de documentación municipal en la plaza pública, a modo de auto de fe
colectivo sancionador del orden viejo que se pretendía derrocar, y bendecidor
de lo nuevo que abría de llegar. Otros elementos tomados de la cultura popular
que ofrecen elementos de movilización son las cencerradas, matracas,
mojigangas, rondas de mozos, etc, de las que no existen muchas noticias si no
es por un final trágico, no porque no abundasen sino más bien por desinterés de
la prensa hacia estas formas de expresión popular (ejemplos de cencerradas en
Fuentes de Ebro en 1890, Fuentes de Jiloca en 1895, Jaraba
en 1917 o Torralvilla en 1933)[18].
Y así, el
ritual es adaptado a la protesta, por ejemplo cuando los grupos utilizan el
ruido o las silbas como una forma de expresar hostilidad sin llegar al
enfrentamiento directo. En Used en 1905 los vecinos
recorrieron el pueblo provistos de palos y latas, con los que además de
producir alboroto intimidaban al recaudador. En Daroca,
los grupos de “mujeres y chiquillos” se apostaron en 1902 frente al
Ayuntamiento en el día de la subasta, “produciendo un griterío ensordecedor y
recibiendo a cuantos entraban y salían con pitas atronadoras”, retirándose al
saber que la subasta había quedado desierta. Junto a esto, se podían disponer
pasquines anónimos en los principales puntos de la localidad para alentar la
movilización, dirigir la protesta y hacer pública la coacción. En Munébrega aparecieron en la plaza mayor “pasquines
redactados en términos violentos, pidiendo la dimisión del Ayuntamiento y
amenazando con hacer uso de la dinamita”. En Mediana también aparecieron
escritos anónimos en el motín de 1907, en los que se atacaba al secretario
contra el que se dirigían las iras populares y varios concejales, y por la
noche un grupo colgó del balcón del cuartel de la Guardia Civil varios
esqueletos de animales, colocando algunos otros en la puerta[19].
Es el tercer
gran apartado que todos los estudios de movimientos sociales reconocen como
necesario para la existencia de la protesta colectiva. El entramado supone la
definición de los propios grupos contendientes, y dota de significado el
conflicto que los enfrenta. Trataremos de hacer una aproximación al asunto, a
sabiendas que resultaría una tarea mucho más prolija de lo que aquí
desarrollamos.
En primer
lugar es preciso acercarse al asunto de la “identidad”. Existe un sentimiento
de “pueblo” que cohesiona al grupo y que se articula en oposición a los ricos,
contribuyendo a identificar con exactitud a los culpables y los objetivos de la
acción colectiva. Evidentemente que el concepto no es válido para un análisis
sociológico de los protagonistas, pero parece que sí que sirvió de manera
efectiva para la creación de identidades y la movilización. Hemos de pensar que
en el Aragón finisecular, eminentemente rural, la identidad comunitaria se
articulaba verticalmente, por la primacía de las relaciones primordiales y por
el control que ejercían los notables sobre todas las facetas de la vida local,
que no permitían otra identidad que no fuese la básicamente territorial o la
que delimitaba el folclore. En el motín de Calamocha los revoltosos mandan
publicar 8 o 10 bandos al alguacil y pregoneros, previo toque de tambor,
ordenando “de orden de los pobres, que nadie saliera a trabajar el día
siguiente, que nadie pagase consumos ni gremios de vinos, bajo pena de ser
pasados por las armas”. Se es al mismo tiempo vecino, campesino y pobre, como
partes de una identidad primordial que subraya en según qué momentos una u otra
faceta de la misma, pero que se opone a la de los ricos y autoridades[20].
Esto
introduce una segunda cuestión que se repite en muchos conflictos, la justicia
popular. Para valorar estas formas de acción colectiva Rod
Aya sitúa cuatro notas fundamentales en el análisis: su aspecto tumultuoso; su
frecuente coincidencia con costumbres antiguas reafirmantes de la solidaridad
comunitaria; el aprendizaje de la violencia respecto de la aplicación de la disciplina
de las clases dominantes; y el papel de la represión de las autoridades como
elemento favorecedor de el comienzo de la protesta. Es habitual, en efecto, que
las detenciones practicadas en un primer momento deriven en un nuevo motín
pidiendo la libertad de los presos, o el castigo para el agente o el guardia
que practicó algún acto violento, pudiendo ser la insistencia popular para
conseguir su objetivo mayor que la protesta inicial. Ya se ha nombrado el caso
de Carenas, pero la mayor efervescencia llegó con la detención de varios
vecinos por la guardia civil. Al ser conducidos a la cárcel de Ateca “las gentes se amotinaron contra los guardias,
acorralándolos con ademanes amenazadores y dando voces de «atrás», «atrás»,
obligaron a la benemérita a suspender la marcha”. Después, viendo que no se
actuaba contra el agente, “empezaron a insultar a la guardia civil,
pretendiendo arrollarla”, sin que éstos llegasen a disparar, mientras “gritando
y vociferando pedían la libertad de los presos”. Llegaron hasta sesenta
guardias y se declaró el estado de guerra, realizándose el traslado al día
siguiente entre “grandes precauciones”[21].
En efecto,
las dosis de violencia utilizadas por los amotinados tienen mucho que ver con
la desplegada por la autoridad. Eso confiere legitimidad a la violencia, que
con todo nunca, en los casos que hemos podido registrar, traspasa líneas
irreparables. No hay en ningún caso de los registrados muerte alguna, y las
agresiones personales son escasas, centrándose los ataques en las propiedades o
los objetos. El recaudador de Moros recibe varios golpes, y un concejal de
Teruel se rompe una pierna al saltar de un balcón cuando es acosado por la
multitud, pero no hay más daños personales en las acciones colectivas antifiscales producidos por los participantes. No hay
incendios ni saqueos generalizados, aunque las autoridades se prevengan contra
ellos, sino más bien acciones basadas en una justicia punitiva elemental
aprobadas y sancionadas por creencias y valores compartidos. Cuando se produce
la violencia ésta tiene más bien un carácter simbólico, dirigiéndose contra los
edificios u objetos emblemáticos del poder, sea el ayuntamiento, el fielato, la
cárcel o el cuartel de la Guardia Civil. Lo cual nos llevaría de nuevo hacia el
carácter político de la protesta colectiva, en un viaje de ida y vuelta de la
cultura a la política y viceversa.
Que el
recorrido de los grupos sea ese, el del Ayuntamiento u otros edificios
públicos, donde presionan hasta conseguir su objetivo o hasta que resulta
seguro hacerlo, subraya el carácter de negociación que contiene la acción
colectiva frente a las autoridades locales. La coacción que se ejerce durante
el motín traduce un conflicto entre grupos por la mejora de la propia posición,
llamar la atención o adquirir relevancia o poder, por muy efímero o escaso que
éste, en el contexto rural finisecular, pueda parecer. La manifestación, la
petición, el motín, constituyen las formas de expresión política de la gente
sin poder, de la mayoría de ciudadanos y vecinos que habitualmente no cuentan
con canales pacíficos y vías legales para plantear sus demandas. Las
características del sistema político de la Restauración, poblado de amiguismos
caciquiles y provisor de una parca participación popular, tuvieron mucho que
ver en esto. Tomar la calle, explicitar las propias demandas con comisiones o
pancartas, alterar el orden habitual de la normalidad pública y política local,
ejercer una violencia simbólica y estratégica contra objetivos concretos y
discriminados, son partes de una negociación en la que, si se escoge bien la
ocasión de actuar, se parte de una posición de fuerza. La eficacia y el éxito
depende de la unidad, y eso lo saben los participantes y lo ponen en práctica[22].
El conflicto
entre los vecinos y las autoridades de las comunidades rurales gira en gran
parte durante este final del XIX y principios del XX en torno a la cuestión de
los impuestos, sobre todo de los consumos, aunque por supuesto la acción
colectiva alcanza motivaciones y objetivos mucho más variados que aquí no se
han podido analizar. Se ha comprobado cómo los motines antifiscales
en Aragón presentan una gran homogeneidad en el repertorio de las acciones que
los conforman, siendo muy parecidos los que ocurren en uno y otro extremo de la
geografía regional. Era algo que conocían bien tanto los participantes como las
autoridades, lo cual habla de la racionalidad y la coherencia interna de los
motines. Los informes, las comunicaciones oficiales y la prensa hablan de
saqueos, de “graves disturbios”, de “explosión de cólera”, de “levadura en
fermentación”, de gentes “desparramadas” por las calles, de “algaradas y
barullos”, de “ignorancia”, de “ideas de destrucción” entre los amotinados.
Este lenguaje podría englobarse perfectamente en el modelo “volcánico” o
“eruptivo” de la movilización colectiva que tanto se prodigó a finales de XIX,
practicado tanto por periodistas y políticos, como después por los científicos
sociales que acudieron en su auxilio y fundamentación.
En el largo
plazo, puede adivinarse que fue esta presión popular la que terminó por
eliminar legalmente los consumos en 1911, aunque a efectos reales los
ayuntamientos siguieron practicando la exacción para completar sus ingresos. El
ciclo de protesta llega con claridad hasta los años de la Gran Guerra europea y
luego se difumina al irse alternando con la práctica de la huelga agrícola, lo
cual indica un incremento de la sindicación y la organización obrera, y el giro
general de la atención hacia otras cuestiones irresueltas como, fundamentalmente,
la tierra, como se verá en los años de la Segunda República. No serán sólo los
motivos del descontento los legados que este tipo de protesta dejará a los años
treinta, sino también algunos de los elementos utilizados por los vecindarios
en sus manifestaciones de descontento, ahora utilizados con fines mucho más
subversivos, la insurrección abierta. Aquí se ha querido únicamente dejar claro
que, por muchos espantajos de miedo y destrucción que agitaran las clases
acomodadas ante la protesta popular, ésta distaba mucho de asemejarse a las
imágenes negativas por aquéllos esgrimidas.
[1] Sebastián Balfour
habla para estos años de “una mezcla de distintas culturas de protesta”, la del
motín y la de la huelga, El fin del Imperio español (1898-1923), Crítica,
Barcelona, 1997, p. 116. Para el “descabezamiento” de los amotinados no hay
como acudir a los informes de las autoridades y guardias civiles encargados de
dar cuenta de los desórdenes (SHM). La concepción de la acción colectiva como
“ira ciega” o “desbordamiento de las masas” puede rastrearse en todo el XIX y
aún antes, siendo un buen ejemplo el motín de broqueleros de Zaragoza de 1766.
Ver al respecto Fernando Baras Escolá,
¿Quiénes se amotinaron en Zaragoza en 1766?, Zaragoza, IFC, 1998, p. 29,
n. 41.
[2] Baste aquí con mencionar la
trascendencia que los trabajos de los autores marxistas británicos tienen
todavía hoy para cualquier acercamiento a la protesta social. Hobsbawm, Thompson, Rudé, Hill o
Samuel cimentaron una tradición teórica de referencia inexcusable para el
estudio de las clases bajas y la protesta. Ver Harvey Kaye,
Los historiadores marxistas británicos, Zaragoza, 1989. Refutando el
modelo de la psicología de masas y las imágenes “volcánicas” que genera, y
subrayando el carácter racional de la protesta, Rod
Aya, “Reconsideración de las teorías de la revolución”, Zona Abierta,
36-37 (1985), pp. 1-80. Una revisión de las teorías y modelos sobre la acción
colectiva, Manuel Pérez Ledesma, “Cuando lleguen los días de cólera.
Movimientos sociales, teoría e historia”, Zona Abierta, 69, 1994, pp.
51-120. También Pedro Luis Lorenzo Cadarso, Fundamentos
teóricos del conflicto social, Siglo XXI, Madrid, 2001. Para la
estructuración tripartita del análisis de los movimientos sociales (oportunidad
política, estructura de movilización, marcos culturales interpretativos), Dough McAdam, John McCarthy,
Mayer Zald (eds.), Movimientos sociales:
perspectivas comparadas, Istmo, Madrid, 1999.
[3] Charles, Louise
y Richard Tilly, El siglo rebelde, 1830-1930,
PUZ, Zaragoza, 1997 (1975), p 334 y 344. El modelo político de la protesta que
propone Tilly ensancha el concepto de política a las
formas informales de organización colectiva, superando la dicotomía
“tradicional/moderno” para las formas de movilización social. Por otro lado, el
propio Charles Tilly, bebiendo de los estudios que
han trabajado las identidades colectivas en los movimientos sociales europeos,
completa su análisis concediendo mayor relieve al ámbito relacional en el que
se conforma la identidad, en “Conflicto político y cambio social”, Pedro Ibarra
y Benjamín Tejerían (eds.), Los movimientos sociales, Editorial Trotta, Madrid, 1998, pp. 25-42.
[4] Estas ideas, tomadas del excelente trabajo de Carlos Gil Andrés, quien titula el análisis de la protesta social “entre la cultura y la política”, Echarse a la calle. Amotinados, huelguistas y revolucionarios (La Rioja, 1890-1936), PUZ, Zaragoza, 2000, p. 397 y ss
[5] Servicio Histórico Militar (en
adelante SHM), col. Alcázar, leg. 173.
[6] La cita en Heraldo de Aragón (en
adelante HA), 20-1-1904, nº 2584. Al año siguiente el diario volvía
sobre el consumo como “causa de motines sin cuento que han venido
sucediéndose hasta los momentos
actuales”, y criticaba a los gobiernos porque “los motines, las protestas, los
consejos, las lamentaciones no les hicieron mella alguna y seguimos sufriendo
las consecuencias lamentables de esa irritante pasividad”, HA,
9-12-1905, nº 2305. Alberto Gil Novales considera que debe situarse la cuestión
de los consumos en perspectiva secular, “La conflictividad social bajo la
Restauración (1875-1917)”, Trienio, 7, 1986, pp. 73-217.
[7] Lucas Mallada, Los males de la
patria y la futura revolución española, Alianza, Madrid, 1994 (1890), pp.
92 y 94. Algo más tarde, Jesús Pando y Valle comentaba que “el malhadado
impuesto de consumos es inmoral, antieconómico, perturbador, causa de la falta
de higiene, motivo de odios irreconciliables en los pueblos y germen del hambre
que padecen las clases menos acomodadas”, El impuesto de consumos. Su abolición gradual, Madrid, 1905, p.
194.
[8] Sidney Tarrow otorga a la oportunidad (“estructura de oportunidad
política”) enorme importancia en la aparición de los movimientos sociales, El
poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política,
Alianza, Madrid, 1997. Lo de Villalengua en Diario
de Avisos de Zaragoza (en adelante DAZ), 4-7-1892, nº 7169. Y el
conflicto posterior en SHM, col. Alcázar, leg. 174.
Lo de Borja en DAZ, 19 y 24-6-1893, nºs
7468 y 7473, El País, 21-6-1893, nº 2190. Ateca,
DAZ, 30-6-1897, nº 531, donde hubo “cierre de comercios, tabernas y
otros establecimientos públicos”, mas paro de los horneros.
[9] Archivo Histórico Provincial de
Zaragoza (AHPZ), sentencias criminales, 1894, nº 19. En Carenas, algunos años
antes, un disparo del recaudador a un vecino propició el motín. Se menciona que
contra él existía una fuerte irritación general por el rigor y malos modos
desplegados hacia los vecinos, SHM, col. Alcázar, leg.
169.
[10] La mayor parte de la información
del motín de Sariñena en la comunicación del capitán
de la guardia civil al Ministerio de la Guerra, en SHM, col. Alcázar, leg. 173, Heraldo de Aragón (en adelante HA),
3 y 7-8-1905, nºs 3195 y 3198. El caso es
un excelente ejemplo del orden que demuestran los amotinados en los desórdenes
populares, poniendo en cuestión caracterizaciones como la supuesta
“espontaneidad” que los recorre. Demetrio Castro Alfín
subrayaba ese término para hablar de los motines de consumos, y por ende su
escasa y superficial politización, su desorganización formal e institucional,
así como su radicalismo directo y violento. “Protesta popular y orden público:
los motines de consumos”, en J.L. García Delgado (ed.), España entre dos
siglos (1875-1931). Continuidad y cambio, S. XXI, Madrid, 1991, pp.
109-123. También en Huesca el vecindario se amotinó en 1885 cuando un empleado
de consumos mató de un tiro a un labrador al pasar por el fielato, SHM, col.
Alcázar, leg. 170. También en Monzón fue el
recaudador el objeto de las iras de los grupos, que recorrían la población
dando mueras en “actitud hostil”, SHM, col Alcázar, leg.
171.
[11] La escasez habitual de fuerza
policial para contener los conflictos ha servido para argumentar la ineficacia,
carencias o debilidad de Estado español en el ámbito del orden público, por
ejemplo en Demetrio Castro Alfín, “Agitación y orden
en la Restauración. ¿Fin del ciclo revolucionario?”, Historia Social, 5,
1989, pp. 37-49. Más que debilidad, término del que quizá se ha abusado
en los últimos tiempos, cabe hablar de ineficacia a la hora de canalizar las
demandas populares, para administrar y prestar servicios elementales o conceder
derechos y compensaciones acordes con las exacciones. La percepción de las
clases populares del Estado tenía más bien que ver con la eficacia y la
contundencia a la hora de imponer su dominio coercitivo sobre ellas, Carlos Gil
Andrés, Echarse a la calle, ob. cit., p. 455, n. 79.
[12] El carácter cultural de la movilización colectiva, y por tanto instrumental para influir en la distribución del poder entre dos grupos contendientes, en Rafael Cruz y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza, Madrid, 1997, y fundamentalmente en el capítulo primero de Rafael Cruz, “La cultura regresa al primer plano”, pp. 13-34
[13] El motín de Tarazona
de 1888 en DAZ, 29-2-1888, nº 5778.
[14] La experiencia movilizadora como
una condición esencial para la acción colectiva, en Rafael Cruz, “La cultura
regresa al primer plano”, ob. cit. Junto a ella, sitúa como
condicionantes esenciales para la movilización la existencia de redes sociales
de comunicación, la definición colectiva de los acontecimientos y de los
propios actores, y la oportunidad para actuar. Sobre la importancia de las
estructuras tradicionales campesinas para la protesta, Craig Jenkins, Why do peasants rebel? Structural and historical theories of modern peasant
rebellions, American Journal of Sociology, 88, nº 3, 1982, pp. 487-514. Las protestas de Tarazona no mencionadas con anterioridad, en HA,
15-11-1902, nº 2216, y 17-11-1905, nº 2287. La de Villalengua
de 1906 en HA, 1-1-1906, nº 2324. También en las localidades más
pequeñas la forma de acción colectiva que aquí se está analizando, el motín antifiscal, se nutre de experiencias previas, como en Paracuellos de Jiloca (HA, 21-2-1896, nº 134 y HA,
5-10-1903, nº 2492), o en Tosos (HA,
17-8-1903, nº 2450, donde el recaudador fue apedreado, y HA, 20-8-1906,
nº 2523, donde se pedía limpieza en la recaudación al secretario de
ayuntamiento). Contamos sólo los casos de acción colectiva antifiscal,
aunque si los datos se cruzaran con las acciones anticlericales o de otro tipo,
la lista se incrementaría notablemente. Escatrón, por
ejemplo, contempló un motín anticlerical en 1892, otro anticonsumos
en 1902, protestas anticlericales en 1899 y un motín por los montes comunales
en 1906.
[15] Lo de Gotor
en El Noticiero, 3-1-1902, nº 196, lo de Fabara en HA, 14-9-1904,
nº 2780, y los sucesos de Munébrega en HA,
21-8-1911, nº 5328.
[16] La información procede de HA,
23 al 25-1-1905, nºs 2896-2898, y sobre
todo de SHM, col Alcázar, leg. 168.
[17] Hemos trabajado este tema en,
“Amotinadas: las mujeres en la protesta popular de la provincia de Zaragoza a
finales del siglo XIX”, Ayer, 47, 2002, pp. 185-207. El motín de Teruel
en DAZ, 3-7-1890, nº 6509. El de Nuévalos, en HA,
3-7-1908, nº 4197.
[18] En otros sitios existió la
amenaza de las llamas, como en Caspe en 1901, donde la guardia civil se apostó
en los fielatos para evitar su incendio. En Villalengua
los grupos en 1902 gritaban que quemarían la casa del arrendador y la del
Ayuntamiento si no se rescindía el contrato, y en Gotor,
después de hacer pedazos la escritura del arriendo, poco faltó para que
quemaran los archivos si no se eliminaba el contrato. También Paracuellos de Jiloca y Gallur
hubo amenazas parecidas. Lo de Vera de Moncayo en HA, 6-10-1906, nº
2565, donde se consiguió además el cese del secretario del ayuntamiento. Lo de Azuara en DAZ, 22-8-1892, nº 7212. La quema de
objetos de La Almunia en DAZ, 20-4-1891, nº 6751.
[19] El motín de Used
en HA, 20-9-1905, nº 2237, y el de Daroca en HA,
20-11-1902, nº 2223.
[20] “«Ricos y pobres; pueblo y
oligarquía; explotadores y explotados». Las imágenes dicotómicas en el siglo
XIX español”, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, 10, 1991,
pp. 59-88.
[21] Rod Aya, “Reconsideración…”, ob. cit
[22] El carácter político de los
motines en Alberto Gil Novales, “La conflictividad social bajo la
Restauración…”, ob. cit. Rafael Cruz, “La sangre de España. Lecturas
sobre historia de la violencia política en el siglo XX”, Ayer, 46
(2002), p. 292.