El silencio de una
campana
La torre de la iglesia, con sus
campanas, era un elemento referencial en todos los pueblos de Sobrepuerto. Al quedar
despoblados, algunas fueron trasladadas a otros lugares, donde siguen sonando,
aunque sus ecos resuenan de otra forma...; otras se quedaron silenciosas en lo
alto de la torre, como la de Bergua, la de Escartín y
la de Otal, esperando que una ráfaga de viento las
vuelva a hacer sonar. La campana de Escartín se puso a
meditar en la soledad de la torre, y un buen día, en
lugar de tocar, se puso a pregonar sus vivencias y recuerdos de otros
tiempos...
“En un principio
éramos cuatro campanas, alegres y sonoras. Un
campanero, ayudado por la gente del pueblo, nos fundió
en sendos moldes, abajo en la placeta, con mucha ilusión,
a fines del siglo XIX. Nos colocaron en lo alto de la torre con cuidado y
esfuerzo, nos las prometíamos felices, nos llevábamos muy bien...
Formábamos un
coro famoso en todo Sobrepuerto: las gentes se quedaban entusiasmadas,
emocionadas al oírnos. Desde los Coronazos de Cillas,
desde Basarán, desde Bergua..., oían
nuestros sones. Hacíamos compañía
a los habitantes del pueblo y de la redolada, señalábamos
el pulso de la vida, y... de la muerte (preferíamos la vida).
Nos volteabais por motivos muy diversos:
vísperas de fiestas, misas, ángelus,
rosarios, entierros, avisos en caso de incendio... Hasta nos atribuíais poderes mágicos: con nuestros
sonidos podíamos desviar las malas tormentas, o evitábamos su formación, colocando a una
de nosotras de forma invertida. ¡Cómo
se divertían los mozos para san Julián,
la fiesta mayor o el día de santa Orosia!.
Os convocábamos
a todos, al margen de vuestras creencias, pero un triste día
del verano de 1.936 alguien descolgó las dos pequeñas,
para convertirlas en metralla en la guerra fratricida. A las dos mayores nos
dejaron..., ¡pesábamos demasiado!. ¡Adiós,
hermanas, vuestra misión era anunciar la vida, no
producir la muerte!.
Años más tarde
os entró a todos “la fiebre de
la marcha”. No podíais seguir
aquí, donde tantas generaciones vivieron felices,
conformadas a su suerte, sin pasar por su imaginación
que, algún día, quedaría desierto el fruto de su esfuerzo.
Desde lo alto de la torre observamos
atentas vuestros preparativos y avatares. Unos os fuisteis contentos, estamos
seguras que aparentemente, la mayoría con tristeza y
rabia de abandonar la tierra que os vio nacer. Todos nos echasteis una mirada
desde la última atalaya y unas lágrimas
empañaron vuestros ojos, cuando traspasasteis el Plano Sarrato. ¡Todos os fuisteis, nos dejasteis solas, precisamente en la
Navidad de 1.965!
Poco tiempo después,
gentes del pueblo vecino (Oto) se llevaron a mi compañera para colocarla en su
campanario. A mí no me quisieron..., ¡soy
demasiado vieja!. Me alegro por mi amiga, por lo menos
sigue sonando, no lejos de aquí, y el viento, a veces,
me la deja oír. Hace unos años acompañó,
a su última morada, a la señora Amalia, una querida
vecina de este pueblo, que quiso volver para dar sus últimas
alentadas junto al eco de su campana.
Desde entonces estoy sola, triste y
muda..., y aquí permaneceré
mientras esta torre me sostenga. ¡Tiempo de recuerdos!
A muchos he visto nacer, bautizar, casar, vivir y...
morir. Soy el único testigo del pueblo que, a duras
penas, sigue en pie.
No veo a nadie por las calles trayendo
hierba a los pajares, trillando mies en las eras, ni pasar los rebaños con sus
cencerros y baladas... Sí que veo a vuestros difuntos,
abajo en el camposanto, a los que cuido y acompaño en su soledad. ¡Triste porvenir! Cada día veo más oscuro el paisaje: tejados que se hunden, casas y pajares
que se derrumban, paredes que se caen, campos que se llenan de maleza, caminos
que se borran...
Algunos me visitáis
en el verano, no podéis vencer la tentación, queréis oírme
y subís a tocarme. ¡No sueno
como antes!... Es que he envejecido, me falla el eco y hasta el badajo he
perdido...
Y, pensándolo
bien, ¿para qué voy a sonar? No
hay nadie para oírme, nada que anunciar. Rompería el silencio, es lo único que queda
en esta tierra. Los que me dieron la vida se fueron, me abandonaron, pero no os
guardo rencor, ni quiero que regreséis. Os vi llorar al
partir y sé que todos me tenéis
en medio de vuestros recuerdos.
Me sigue empujando el viento, el agua me
cae por todos los lados, me frotan las frías ventiscas,
el sol calienta mi cuerpo, los rayos me amenazan... Sin embargo, quiero
quedarme hasta el último momento, como el viejo capitán, anclada en lo alto de la torre, testigo de una vida que
aquí hubo... Y cuando caiga a tierra, mezclada con las
piedras centenarias de esta iglesia, os pido que restañéis
mis heridas y me coloquéis en un campanario nuevo, a
cuyo alrededor haya vida”...
José Mª Satué
Sanromán. Publicado en la revista
“Xenera” de Broto –invierno 2007. Y otra versión en la
revista “Serrablo”, de Sabiñánigo nº 41.-