La
Librería de El Sueño Igualitario
Fernando del
Rey y Manuel Álvarez Tardío coordinan y dirigen este obra de
investigación para la colección Biblioteca de Historia y del Pensamiento
Político de Tecnos—que pertenece al Grupo Anaya—este
ensayo que investiga e indaga sobre cómo se fraguaron los procesos de violencia
y las democracias entre la primera y la segunda guerra mundial.
Participan en la obra: Fernando del Rey (Director de Obra) que también escribe,
Manuel Álvarez Tardío (Director de Obra), también participa escribiendo.
Después también intervienen escribiendo: Jesús Casquete Badallo (Autor/a) ,Julio de la Cueva Merino (Autor/a)
José Antonio Parejo Fernández (Autor/a) , Sandra Isabel Souto
Kustrín (Autor/a) ,Nigel Townson (Autor/a) ,Roberto Villa García (Autor/a) ,Cordon Press (Ilustrador/a).
Se encuentra dentro de la colección Biblioteca de Historia y Pensamiento Político.
Lo que nos explica Tecnos de este libro:
Tras el final de la Primera Guerra Mundial (1914 -1918) se produce en el mundo
un proceso de aceleración de cambios políticos provocados por las consecuencias
traumáticas del conflicto bélico que se acaba de cerrar, y que lejos de lograr
la paz y la cooperación entre los pueblos y estados enfrentados en los campos
de batalla , supuso un periodo de convulsiones sociales y económicas que
llevarían a un nuevo conflicto militar, también de carácter mundial , con resultados
devastadores para la humanidad.
Esta obra en la que participan ocho especialistas universitarios en historia y
política y cuyos textos en diferentes escenarios geopolíticos van acompañados
de casi 50 imágenes de la época, nos sirve para comprender por qué las crisis y
conflictos locales vividos por el mundo de entreguerras no fueron episodios
aislados entre sí, sino el preludio argumental de la gran tragedia global que
estaba a punto de estallar al finalizar la década de 1930.
Cazarabet conversa con Fernando Rey:
-Amigo Fernando, así de
primeras y solo reflexionando un poco, las violencias en períodos de
entreguerras se generan seguramente porque los anteriores conflictos
quedan como “mal cerrados”, ¿no?, ¿cómo lo ves?
-Mirando al caso concreto del período de entreguerras del siglo XX, no en
abstracto, sin duda la violencia política tuvo mucho que ver con los problemas
no resueltos en la Paz de París de 1919: la remodelación de las fronteras, la
aparición de nuevos Estados, el castigo a Alemania que supuso el Tratado de
Versalles, el invento del derecho de autodeterminación, la masiva
desmovilización de soldados que encontraron mal acomodo a su vuelta del
frente... Son muchos los factores, pero la clave reside en la nefasta herencia
dejada por la conflagración, que se llevó por delante "el mundo de
ayer", el mundo liberal que nos reflejó magistralmente Stefan Zweig en sus memorias.
-Además, hay también detrás de los que
siempre han estado dentro del orden y del sistema mucho miedo a los “procesos
revolucionarios”, ¿no crees?
-El miedo a la revolución sin duda atiza la reacción de los estados y de las
fuerzas políticas contrarias a la revolución. Pero antes de eso, objetivamente,
la revolución cuestiona el orden establecido, alimenta la subversión y alienta
conscientemente la violencia. El triunfo por la fuerza de los bolcheviques en
Rusia supuso toda una conmoción en la medida en que abrieron la puerta a una
estrategia de desestabilización que trataba de exportar la revolución (y por
tanto la violencia) más allá de las fronteras de Rusia. La trágica experiencia
de la guerra civil en ese país (1918-1922) evidenció que el comunismo o se
imponía por la fuerza o no tenía ningún futuro. Un mínimo de ochenta millones
de muertos pagaron las consecuencias de ese experimento supuestamente salvador
a lo largo del siglo XX.
-Aunque fue la Gran Guerra la que acabó
influyendo o decantando y de qué forma la revolución de las revoluciones, me
refiero a la Revolución Rusa o revolución de revoluciones del 17. ¿Qué nos
puedes decir?
-Acabo de responder a ello. La creación de la III Internacional, la
internacional comunista, en 1919 fue una opción conscientemente preparada para
exportar el modelo totalitario bolchevique al resto de Europa y el mundo.
-Antes de los conflictos suelen haber
posiciones en los dos extremos, pero en el caso de entreguerras, entre la
primera y la segunda guerra mundial no hubo apenas receso ni descanso. Es más
se diría que el fascismo y el nazismo se fueron rearmando a raíz de esa Gran Guerra,
hubo un rearme total del odio, sin dejar receso a la calma, a la paz, a
intentar curar las heridas de la guerra o a mirar atrás sobre lo atroz
que fue la Gran Guerra porque fue una guerra mucho más “cara a cara” incluso
que la II Guerra Mundial y muy tremenda. ¿Qué nos puedes comentar?
-Los fascismos y el comunismo, los grandes enemigos de la democracia en ese
período y después en el caso de la segunda opción, fueron hijos directos de la
guerra. Sin la guerra su avance resulta difícilmente imaginable. Son ideologías
amparadas en el cultivo del odio, en una concepción de la política donde no hay
lugar a la transacción, a la negociación, al reconocimiento del pluralismo...
Su razón de ser es la eliminación del adversario y por tanto la liquidación del
pluralismo. La Gran Guerra fue terrible, sin duda, pero la II Guerra Mundial la
superó en todos los sentidos. Los 10 millones de muertos de la primera no son
comparables con los 42 millones que, sólo en Europa, produjo la segunda.
-Bien, lo que ocurrió en países como
Alemania, sí, como dices fue una guerra latente porque los nazis se
hicieron con el poder a base de imprimir violencia y miedo; pero
también, de alguna manera, en otros países donde el autoritarismo estaba en el
día a día y esto debía respirarse retroalimentando el odio; me refiero a Italia
o incluso URSS. ¿Qué nos puedes reflexionar?
-Las ideologías del odio hicieron su agosto en esas décadas en la medida en que
la democracia parlamentaria de inspiración liberal fue puesta contra las cuerdas.
El cuestionamiento del parlamentarismo llevó a magnificar la idea de que la
política se hace en la calle y que la legitimidad se alcanza en tal escenario,
por métodos plebiscitarios, a través de movilizaciones de masas que,
supuestamente, revisten un fondo democrático más sólido que la democracia
representativa. Hoy sabemos que eso es falso, pese a que el populismo imperante
en nuestros días (de extrema derecha y de extrema izquierda) pretende contarnos
lo contrario. El lenguaje totalitario siempre trata de subvertir los
fundamentos de la democracia representativa y pluralista. En este sentido el
período de entreguerras ofrece un enorme cúmulo de enseñanzas que no debiéramos
olvidar.
-De manera que las urnas se veían usurpadas por el poder de las pistolas,
del escarmiento y del miedo; pero ¿qué resortes socio-políticos fallan en una
sociedad para dejarnos amedrentar por todo esto, sabiendo que el poder del
totalitarismo y de la violencia o del odio nos puede llevar a situaciones
peores como a otros conflictos?
-Pues los resortes que fallan tienen que ver con olvidar que las democracias
tienen derecho a defenderse de sus enemigos, incluso por medio del recurso
legítimo a la fuerza por parte de los Estados democráticos, siempre dentro del
respeto a las leyes y a los derechos individuales. En situaciones extremas y
ante enemigos que no dudan en subvertir el Estado de Derecho y las libertades
de los ciudadanos, vulnerando las leyes vigentes, no se puede esgrimir la
paloma de la paz. Sería de una ingenuidad tremenda. Sin el respeto a la ley y
al pluralismo dentro de las reglas del juego no hay democracia.
-¿Por qué países como Gran Bretaña,
Francia, Estados Unidos, no movieron o casi dejaron como hacer al fascismo y
nazismo emergente? ; ¿Es que le temían más a l comunismo o a la revolución que
al fascismo?; ¿le temían más al “contagio” que podía significar que parte del
pueblo se rebele contra el capitalismo fijándose en el comunismo?
-Faltó actuar con más contundencia, desde luego, y el miedo al contagio comunista
hizo que no se cortara de raíz la ascensión de los fascismos. Pero tampoco era
una tarea fácil, en la medida en que eso hubiera implicado alentar la injerencia
en los asuntos internos de Estados que eran soberanos, como Italia y Alemania.
Con el añadido de que Italia había formado parte de las potencias vencedoras en
la guerra y que el fascismo llegó al poder por medios constitucionales. Tanto
en 1922 en Italia, como en 1933 en Alemania. La responsabilidad de las élites
tradicionales de esos países fue decisiva en ambos casos. Máxime cuando una vez
en el poder su estrategia se centró en minar el mismo edificio parlamentario
que los había cobijado. A Mussolini le llevó un par de años establecer su
dictadura. Hitler fue más brutal, consiguiéndolo en apenas unas semanas. La
falta de reacción del establishment tradicional (el
Ejército, la Monarquía en el caso de Italia, los partidos tradicionales...)
resultó clave. Por no hablar, en el caso de Alemania, de cómo el Partido
Socialista fue minado por la acción de los comunistas, que los tildaban de
social-fascistas... La Historia demuestra que si los principios democráticos no
se tienen claros se deja expedito el camino a las fuerzas enemigas del sistema.
-¿Y cómo se tensa a la sociedad para que
odie?
-Los caminos son diversos. En el período que nos ocupa las experiencias de la
guerra resultaron decisivas. Pero más decisiva aún fue la socialización de
buena parte de la ciudadanía en esas opciones ideológicas (el bolchevismo, el
fascismo, el nazismo, el militarismo reaccionario) que se presentaban como
opciones modernas y redentoras frente a un entramado político y unas fuerzas
(el liberalismo, el socialismo reformista, el conservadurismo moderado...)
presentadas por aquéllos como decadentes, superados, viejos y por tanto
prescindibles. Las consecuencias fueron tremendas para esas generaciones
socializadas en los discursos del odio y en una concepción bélica de la
política. Salvando las distancias, fue algo muy parecido a lo que venimos
viendo en las opciones populistas que avanzan en Europa, y en España, en los
últimos tiempos.
-¿Son capaces desde el poder de
inventarse situaciones para alimentar la hoguera del odio?-Siempre habrá quien
les deje el patio para jugar a hacer experimentos para que el odio saque sus
frutos, ¿verdad?
-No se puede hablar de "el poder" en abstracto y en singular. Los
regímenes democráticos-pluralistas no alimentan el odio. Se apoyan en todo lo
contrario, en la preservación de las libertades, los derechos individuales y el
respeto a la ley. Las democracias parlamentarias no alientan el odio. "El
poder" sí alimenta el odio, en cambio, en los regímenes totalitarios. No
pueden vivir sin construir enemigos abstractos, dentro y fuera de sus
fronteras. Tienen una concepción binaria y simplista de la política y venden,
con éxito, mensajes de ese tipo. De ahí que su lenguaje responda a tales
códigos: "el pueblo" frente a "la oligarquía", el
"España nos roba", "el capitalismo opresor", "las
multinacionales que esquilman al Tercer Mundo"... Cuando uno analiza el
lenguaje nazi o fascista de entreguerras resulta estremecedor. Pero lo mismo
exactamente ocurre con el discurso comunista y con los métodos de socialización
política y lavado de cerebro que se utilizaron en los países donde esa fuerza se
asentó. Por eso tales opciones odian la democracia pluralista. En los
discursos populistas de la actualidad ocurre algo muy parecido.
-Enlazando con la pregunta anterior, me da que la religión siempre está
ahí jugando su papel bien oportunista, es así?
-Hay que hablar en plural. No todas las religiones son iguales, ni los
diferentes cultos han desempeñado el mismo protagonismo en la generación de
odio a lo largo de la historia. No creo que sea comparable en la actualidad,
por ejemplo, el fundamentalismo islámico con el catolicismo o las diferentes
versiones del protestantismo. En el período de entreguerras, además, la
religión fue a menudo más víctima de la violencia que su promotora. Ahí está el
caso de la Iglesia ortodoxa en Rusia durante la guerra civil en ese país,
víctima de extremas crueldades, o de los católicos mexicanos durante la "Cristiada", o de la persecución sufrida por la Iglesia
española en la retaguardia republicana durante la guerra civil de 1936-1939,
con alrededor de 7.000 asesinados por el mero hecho de vestir un hábito o una
sotana. Sin tal experiencia no se entiende su implicación, que no fue de
primera hora, con el bando sublevado y el que confiriera carácter de
"cruzada" al recurso a las armas... Una opción, a pesar de todo,
tremendamente equivocada que sólo sirvió para dar fuerza a los que se habían
levantado ilegítimamente contra la legalidad vigente.
-En el último capítulo desgranáis las
debilidades institucionales que hacen que se debilite la democracia y por tanto
fructifique el odio, menguando la paz. Háblanos un poco de ello y pon un poco
de luz sobre esos puntos en los que las instituciones son más débiles y por
donde el odio se pone a crecer…
-En parte ya
lo he contestado más arriba. Los Estados democráticos deben tener claros los
principios que rigen sus políticas de orden público y que, en situaciones
extremas, no caben componendas frente a los enemigos del sistema, siempre al
acecho y siempre dispuestos a explotar en beneficio propio las mismas
libertades de las democracias para volverse en su contra. Los países que
mantuvieron la lucidez en ese sentido en los años 30 preservaron su
arquitectura institucional. Aquellos que dudaron o cuyas autoridades se
mostraron pusilánimes vieron como sus democracias se derrumbaron.
25304
Políticas del odio.
Violencia y crisis en las democracias de entreguerras. Fernando del Rey, Manuel Álvarez
Tardío (eds.)
512 páginas
26.00 euros
Tecnos
Fernando del Rey (Director)
Manuel Álvarez Tardío (Director)
Jesús Casquete Badallo
Julio de la Cueva Merino
José Antonio Parejo Fernández
Sandra Isabel Souto Kustrín
Nigel Townson
Roberto Villa García
Tras el final de la Primera Guerra Mundial (1914 -1918) se produce en el mundo
un proceso de aceleración de cambios políticos provocados por las consecuencias
traumáticas del conflicto bélico que se acaba de cerrar, y que lejos de lograr
la paz y la cooperación entre los pueblos y estados enfrentados en los campos
de batalla , supuso un periodo de convulsiones sociales y económicas que
llevarían a un nuevo conflicto militar, también de carácter mundial , con
resultados devastadores para la humanidad.
Esta obra en la que participan ocho especialistas universitarios en historia y
política y cuyos textos en diferentes escenarios geopolíticos van acompañados
de casi 50 imágenes de la época, nos sirve para comprender por qué las crisis y
conflictos locales vividos por el mundo de entreguerras no fueron episodios
aislados entre sí, sino el preludio argumental de la gran tragedia global que estaba
a punto de estallar al finalizar la década de 1930.
La Primera Guerra Mundial lo cambió todo. El mundo tal como se conocía hasta
entonces desapareció arrasado por el fuego, por toneladas de acero y por la
sangre de millones de muertos. La nueva realidad que emergió de las trincheras
transformó radicalmente la civilización occidental que, con el tiempo, sería
arrastrada a nuevos abismos, aun más profundos y oscuros. Las pautas morales y
políticas que habían guiado a la sociedad europea se derrumbaron, facilitando
la aparición de insólitas formas de entender el comportamiento humano y social.
Las democracias liberales, aun saliendo victoriosas de la Gran Guerra, no
supieron gestionar el caudal de odio y el desencanto de unos pueblos hastiados
de las fórmulas tradicionales, ni el de millones de jóvenes que, sin saber muy
bien por qué, habían visto la muerte y el horror de cerca. Peor fue el caso de
las potencias derrotadas, ya que, al caos reinante, se añadió la humillación
por las condiciones que los aliados les habían impuesto. Europa se volvió una
olla presión, a un paso de explotar (como al final sucedió).
El período de entreguerras (1918 a 1939) es fascinante. La sociedad occidental
hubo de reinventarse, para luego volverse a hundir en la penumbra. La
genialidad, la compasión, la joie de vivre o la esperanza convivieron con el hastío, el rencor,
la venganza o el odio. Unos y otras se fundieron en personas que apenas podían
distinguir el bien del mal y que vagaban entre las ruinas de un orden moral ya
obsoleto. Las artes renacieron con fuerza y la creatividad se desbordó, quizá
porque era necesaria una nueva forma de explicar el mundo y porque la cultura
siempre ha sido el mejor medio para canalizar el cambio. En este marasmo de
sentimientos y de nuevas experiencias empezaron a ganar presencia las
posiciones más radicalizadas. La fuerza bruta y la violencia se convirtieron en
un arma más del discurso político, utilizadas para amedrentar al adversario o
para hacer llegar sus mensajes de la forma más rotunda posible. Se produjo un
proceso de polarización que desembocaría en una nueva guerra mundial.
Los profesores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío dirigen la obra
colectiva Políticas del odio. Violencia y crisis en las democracias de
entreguerras* con la que, como ellos mismos señalan en su introducción, tratan
de “Dar algunas respuestas a la pregunta de por qué Occidente, y en particular
Europa, epicentro del poder y del desarrollo económico mundial desde varios
siglos atrás, se sumergió en una era de violencia, revoluciones, conflictos
enquistados y odio hasta desembocar, tras veinte años de engañosa paz, en otro
cataclismo que, esta vez de forma definitiva, le dio la puntilla a su secular
hegemonía en el planeta. Porque no debe pasarse por alto que la ‘era de las
catástrofes’ vino precedida por una época de esplendor, de libertad y de
optimismo colectivo, en la que el progreso social y las formas de la democracia
parlamentaria parecían llamados inevitablemente a imponerse”.
La mayoría de los autores de la obra imparten clases sobre Historia del
Pensamiento Político o Historia Contemporánea, de ahí que casi todos los
capítulos estén orientados a explorar la relación de los sistemas y los
comportamientos políticos con la sociedad de entreguerras, en un encuadre
historiográfico. Entre los temas tratados se hallan la influencia de la Gran
Guerra en los movimientos “revolucionarios” de los años veinte y treinta
(Fernando del Rey); la actitud de la juventud, tanto de orientación fascista
como marxista, a su regreso de la Guerra y su comportamiento durante el período
de entreguerras (Sandra Souto Kustrín
y José Antonio Parejo Fernández); el polvorín político que era Alemania a
principios de los Treinta (Jesús Casquete); la relación entre las elecciones y
la violencia a nivel europeo (Roberto Villa García); el racismo y el
sindicalismo en Estados Unidos (Nigel Townson); la violencia anticlerical que se propagó en
aquellos años (Julio de la Cueva Merino); o una revisión de la tradicional
correlación entre debilidad democrática y proliferación de la violencia (Manuel
Álvarez Tardío).
Como sucede en toda obra colectiva, cada colaboración presenta sus propias
conclusiones desde enfoques independientes. Sin embargo, se observan nexos
comunes en todas ellas, puestos de relieve por los editores. Por ejemplo, la
importancia de la Gran Guerra en la escalada del odio como recurso de la acción
política y su impacto en la “brutalización” de la
política; o la mayor presencia de la violencia estructural en aquellos países cuyo
sistema democrático se hundió o cuyas instituciones sufrieron un intenso
proceso de deslegitimación. También se incide en el uso de la violencia como
medio para imponerse al adversario político, al que se intenta demonizar para
justificar las propias acciones.
A diferencia de otros trabajos, normalmente centrados en un país o en un
movimiento concreto, la obra aporta una visión comparada de las sociedades
occidentales. Suele ser también habitual dirigir la atención preferente a
aquellos países en los que el totalitarismo venció (Alemania y la Unión
Soviética) pero, en este caso, el campo se amplia y se exploran de igual modo
los brotes de violencia en “países democráticos” como Francia, Inglaterra o
Estados Unidos. Al ensanchar el objeto de estudio, se busca comprender cómo el
radicalismo político convivió con una considerable expansión de las libertades democráticas,
en especial, con el incremento de la participación política (utilizada por los
propios movimientos dictatoriales para destruir el sistema liberal), a la vez
que desentrañar por qué en unos países la democracia pervivió y en otros
terminó por ser derrocada.
Concluimos con esta reflexión de los directores de la obra, que sintetiza su
cometido: “Si, además, la conquista del derecho al sufragio universal tenía
lugar, como lo tuvo, en el momento en que reverdecía y ganaba terreno bien la
pasión revolucionaria -bolchevique o fascista-, bien el conservadurismo
autoritario o, simplemente, el desprecio por la racionalidad liberal y el
pluralismo, entonces no resulta tan difícil por qué la disputa política en los
años de entreguerras estuvo teñida de odio […]. Este libro fue ideado para
ofrecer respuestas a la pregunta de por qué eso fue así. No hemos buscado
identificar a los culpables como si se tratara de una película de buenos y
malos, en la que ambos fueran bloques nítidos y homogéneos. La realidad se
reveló mucho más compleja. Y aunque este libro muestra que algunos actores
políticos resultaron infinitamente más responsables que otros en el desencadenamiento
de la violencia y la demolición de la convivencia y el pluralismo (los
bolcheviques en Rusia, los fascistas en Italia o los nazis y comunistas en
Alemania, por ejemplo), también confirma que algunas interpretaciones no son
más ciertas por ser más difundidas”.
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