La Librería de El Sueño Igualitario
Cazarabet conversa con... David Alegre,
Miguel Alonso y Javier Rodrigo, coordinadores del libro “Europa desgarrada.
Guerra, ocupación y violencia 1900-1950” (Prensas de la Universidad de
Zaragoza)
Tres jóvenes y experimentados
historiadores en el ámbito de reflexionar la historia miran muy de cerca al
Continente europeo en la primera mitad del siglo pasado, el convulso siglo XX.
Tratan y reflexiona sobre la guerra,
la ocupación y la violencia entre 1900-1950.
El libro forma parte de la colección
de Ciencias Sociales en Historia Contemporánea.
Lo que nos explica el libro:
Hace algunos años, John Keegan se planteaba si acaso los historiadores no debíamos
tomarnos «la molestia de reflexionar sobre qué es lo que hace que los hombres
se maten entre sí». Este libro analiza las formas de la guerra y la violencia
bélica en la Europa de la primera mitad del siglo xx,
desde miradas comparadas y trasnacionales y a partir de la renovación
metodológica que han supuesto los war studies y la nueva historia militar. Es, pues, un
acercamiento a ese gigantesco teatro de lo bélico que fue Europa en la era de
las guerras mundiales y civiles, de las ocupaciones, las resistencias, los
desplazamientos forzosos y los genocidios. Un viaje al interior de la Europa
desgarrada.
Este libro, aborda desde el
trabajo y la convergencia de diversos
historiadores que muestran sus diferentes miradas investigadoras, todo desde la coordinación de tres historiadores, David Alegre, Javier
Rodrigo y Miguel Alonso…cómo el “viejo continente”, Europa estuvo claramente en
un proceso de desgarre desde la guerra, la violencia más encarnizada y la
ocupación de unos sobre otros en la primera mitad del siglo XX, entre 1900 y
1950.
El conjunto del” trabajo de trabajos”
que es Europa desgarrada. Guerra, ocupación y violencia 1900-1950 que edita
Prensas Universitarias de Zaragoza muestra o pretende mostrar cómo y de qué
manera sufrió Europa esos tiempos convulsos…así como intentar desentrañar no
pocos por qué…
Con nosotros ya ha estado varias veces
tanto David Alegre como Javier Rodrigo.
Por ejemplo La batalla de Teruel con
David Alegre:
http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/alegrelorenz.htm
(Teruel, 1988) es
Doctor Europeo en Historia Comparada, Política y Social por la Universitat Autònoma de Barcelona con la tesis titulada Experiencia de guerra y colaboracionismo
político-militar en Bélgica, Francia y España bajo el Nuevo Orden..
Es autor de numerosos estudios sobre guerra y contrarrevolución en
perspectiva comparada y transnacional; además es coeditor de la Revista
Universitaria de Historia Militar.
Y Javier Rodrigo con:
http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/rodrigo.htm
http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/guerrafascista.htm
http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/rodrigo.htm
http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/historiadeviolencia.htm
Es profesor de Historia Contemporánea
en la Universidad Autónoma de Barcelona. Doctor por el European University Institute. Es autor y
editor de un total de trece libros sobre violencias colectivas, guerras civiles
comparadas fascismos, historiografías y
relatos sobre el terror en Europa.
Miguel Alonso Ibarra es también investigador de la Universidad
Autónoma de Barcelona. Ha publicado estudios, trabajos y artículos en diversas revistas
de carácter científico sobre la guerra civil española y la construcción del
régimen franquista; además, es coeditor de la Revista Universitaria de Historia
Militar.
Cazarabet conversa con David Alegre, Miguel
Alonso y Javier Rodrigo:
-Amigos, contadnos el por qué de este libro compuesto por diversos
trabajos o preguntado de otra manera la génesis del mismo…
-Este libro
nació de un congreso internacional que celebramos entre el 18 y 20 de noviembre
de 2015 en la Universitat Autònoma de Barcelona, Teatros de lo bélico: experiencias de guerra
y posguerra en las sociedades europeas (1895-1953). A él asistieron algunos
de los principales expertos mundiales en los estudios de la guerra, como John Horne, Pierre Purseigle, Sönke Neitzel, Xosé Manoel Núñez Seixas o António Horta Fernandes,
y otros que constituyen referentes en España desde hace ya unos años, como
Carolina García Sanz, Ángel Alcalde, Maxi Fuentes, José María Faraldo, José Luis Ledesma, José Miguel Hernández Barral,
Mercedes Peñalba Sotorrío. También tomaron parte en
el encuentro una terna de jóvenes investigadores e investigadoras con
prometedoras carreras, algunas de ellas ya una auténtica realidad y otras a
punto de confirmarse con la defensa de sus tesis doctorales, y pienso en Dmitar Tasić, Assumpta Castillo, Jonathan Black, Jan-Philipp
Pomplun, Francisco Leira, Yiannis Kofalosakis, Alfonso
Bermúdez, Jacopo Lorenzini
o John E. Fahey.
La larga
terna de nombres pretende destacar de algún modo la gran cantidad de
historiadores e historiadoras que consiguió congregar un congreso que, como su
propio subtítulo indica, abarcó los más diversos casos europeos dentro de todo
el espectro temporal. Y, por supuesto, encontramos muchos puntos en común entre
las diferentes experiencias abordadas por cada uno de nosotros y nosotras. Así
pues, lo que pretendíamos era conseguir una triada de objetivos que nos ha
movido hasta ahora a los tres en nuestro trabajo: acercar métodos de trabajo y
debates más avanzados a la historiografía española; dar a conocer entre colegas
extranjeros un caso poco y mal conocido como es el de España, porque entre
ellos siguen primando muchas veces las visiones desfasadas de algunos
hispanistas que cumplieron un papel clave en su día pero cuyas tesis hace
tiempo que han sido superadas; y, por último, demostrar hasta qué punto lo
ocurrido en España en la primera mitad del siglo XX se encuentra ligado a la
realidad general europea, incluyendo las guerras coloniales, los debates sobre
la cuestión del orden público y la seguridad ante las movilizaciones obreras de
tipo revolucionario, la guerra civil o el triunfo del fascismo en el marco de
esta. Internacionalizar el caso español y darlo a conocer en los debates que se
producen en los principales foros académicos a nivel mundial nos parece
fundamental.
Por eso
mismo, trabajos como este y otros que están por venir contribuyen a ello de
forma muy evidente. En este caso concreto, Europa
desgarrada: guerra, ocupación y violencia, 1900-1950 nació de esta
iniciativa, aunque sumó entre sus autores y autoras a expertos y expertas cuya
valía y casos de investigación nos parecían relevantes para conseguir un
conjunto lo más armónico posible. Nuestro objetivo era ofrecer un marco
interpretativo amplio y ambicioso para el conocimiento de la guerra en la
Europa de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, hay capítulos que amplían
su foco espacial y temporal más allá de Europa. La idea, ya decimos, era
conseguir dar con la complejidad, las particularidades y las similitudes de las
experiencias de guerra en el Viejo Continente o, si se quiere, aportar nuevos
instrumentos de análisis para entender desde otro prisma lo ocurrido en España,
y creemos que este es el camino correcto para ello. Y aunque en este caso
estamos ante un tipo de obra más orientada quizás a un público académico y
docente –aunque no creemos que sea inaccesible para nadie con cierto
conocimiento de la Europa del siglo XX– no es menos cierto que resulta
extremadamente importante trabajar en esta línea por una simple razón: salir
del ensimismamiento y la autocompasión que promueven algunos individuos como
Arturo Pérez-Reverte, que hacen fortuna vendiendo la idea de que España es
diferente. Pues no, oiga, tan diferente como parecida, o si se quiere tan
diferente y parecida como lo puedan ser otros dos países europeos. En este
sentido, comprender los nexos de unión de España con Europa es clave para dejar
atrás discursos nacionalistas que poco tienen de constructivo y útil. Por
tanto, sin ir más lejos tenemos la convicción de que un libro como este puede
ser muy importante para profesores de instituto que buscan cómo enfocar y
explicar mejor el mundo donde se enmarca la España de la primera mitad del
siglo XX, algo tan vital como delicado.
-¿Habéis saciado
esa “lanceta” en forma de pregunta que os lanzaba John Keegan en
la que os “animaba” a investigar el porqué o” qué es lo que hace que los
hombres se maten entre sí”?
-Creemos
que de algún modo sí. Es decir, se trata de una cuestión tan problemática que
no cabe una explicación unívoca o una ley natural que explique por qué se matan
los hombres –y las mujeres, pensamos en una obra reciente de Cecilia Nubola sobre el papel activo de las mujeres fascistas en la
violencia durante la República de Saló–. Los motivos por los que los seres humanos
se matan entre sí son múltiples y variados, incluso a veces pueden combinarse
varias explicaciones en las razones de un determinado individuo para matar a
otro o para matar a diferentes sujetos.
Claro que
aquí en el libro hablamos sobre todo de una forma de muerte muy específica,
como es la que tiene lugar en primera línea de combate o en las retaguardias
fruto de la acción de ejércitos de masas con armas cada vez más poderosas. Por
resumir un poco lo que ocurre en este ámbito podríamos decir que en primer
lugar el individuo acaba rigiéndose por el principio de “o él o yo”; en otros
casos –o en los mismos– puede jugar un papel el sentido del deber, muy
interiorizado en la cultura humana fruto de la aparición del estado; en el caso
de los hombres existe la presión de los llamados grupos primarios, pequeñas
unidades de entre 10 y 20 individuos que conocen sus intimidades fruto de la
convivencia en la guerra, que se protegen y encubren entre sí, que se observan
en el cumplimiento de su labor de soldado como forma de evaluar su nivel de
virilidad, pero también en su manera de relacionarse con las civiles de los
territorios por los que pasan (eso explica no solo el asesinato en combate,
sino también las violaciones contra mujeres, y esta misma dinámica muy propia
de grupos de hombres jóvenes, puede explicarse a través de la lógica de lo
ocurrido en el famoso caso de la Manada); y, por último, que se vengan por sus
compañeros caídos. En el caso de las mujeres que combaten o han combatido junto
a hombres –pensamos por ejemplo en las combatientes soviéticas de la Segunda
Guerra Mundial– aparte de otras razones una fundamental para matar es ganarse
el respeto de sus compañeros de armas, que siempre pondrán en cuestión su
capacidad para asumir tareas a sus ojos propias de hombres, como el acto de
matar, el ser soldado. Al fin y al cabo un ejército es una institución heteropatriarcal por excelencia, con lo cual es natural
hasta cierto punto que las féminas que se integran en ellas acaben adoptando
poses y roles similares a los de los varones.
El
armamento moderno, cada vez más evolucionado a nivel técnico, también
contribuye a explicar la desempatía o la capacidad de
un individuo para matar. Eso es lo que ocurría por ejemplo con las dotaciones
de los bombarderos, que al matar a tanta distancia no sentían el peso de la
culpa tal y como podría llegar a pasarle a un soldado de infantería, o los
propios pilotos de caza, que en muchas ocasiones han fusilado columnas de
refugiados, como si tal cosa formara parte de la lógica propia de un
videojuego. Lo mismo se puede decir con respecto a la artillería pesada, y no
hablemos ya de los misiles de crucero de largo alcance, como los famosos Tomahawk, o el armamento nuclear. Quien activa este tipo de
armamentos y los gestiona es evidente que conoce las consecuencias de su
quehacer, pero no las observa de primera mano, y eso genera una desinhibición
mucho mayor. Un piloto de caza de la primera mitad del siglo XX, por ejemplo,
va aislado dentro de su cabina, habla por radio y va acompañado por el ruido de
sus motores: no puede escuchar los gritos y súplicas de aquellos a los que
mata. No obstante, no todo individuo armado y conscripto mata, también se dan
actos de resistencia de formas diversas.
Por
supuesto, en una guerra también encuentran su lugar los asesinos patológicos, y
un caso muy evidente en el marco de la época que nos movemos es la Brigada Dirlewanger de las SS. Esta unidad de exconvictos
encarcelados por graves crímenes fue utilizada como “fuerza de seguridad” en el
Frente Oriental, cometiendo crímenes tan horrendos que incluso consiguieron
intensificar y engrandecer las filas de la resistencia allá donde actuaban.
Sobre todo se destacaron en la represión del levantamiento de Varsovia del
verano del 44, llegando a asesinar a entre 40 y 50.000 polacos y polacas,
muchos de ellos simples civiles.
Y aquí
llegamos a otro punto importante como es el de las muertes y asesinatos en
retaguardia. Como tratamos de explicar en varios pasajes y capítulos de la
obra, y como ya han explicado de manera muy clara autores de la talla de
Timothy Snyder (muy recomendable su “Tierras de
sangre: Europa entre Hitler y Stalin”), una guerra entre estados suele ser un
marco propiciatorio para el surgimiento de conflictos intercomunitarios y
guerras civiles dentro de regiones concretas más o menos amplias. Ya el propio Tucídides, primer historiador de la guerra, dio cuenta de
ello en su fantástica “Historia de la Guerra del Peloponeso”. En
enfrentamientos de este tipo, que suelen caracterizarse por ser guerras
irregulares de bandas armadas que operan según la táctica de la guerrilla la
violencia tiene un papel muy importante. De hecho, la guerra civil española
responde a este patrón en sus primeros meses, prácticamente hasta los primeros
combates por Madrid en el otoño del 36, pero después pasa a ser la excepción
como conflicto fratricida al devenir una guerra convencional con dos enemigos
de potencia de fuego similar y frentes de guerra bien definidos. En estos
casos, y a nivel político-militar, utilizada de forma selectiva o masiva, ya
sea asesinando a determinados individuos por su ascendiente sobre la comunidad
o arrasando pueblos enteros por su apoyo al enemigo, la violencia se convierte
en un instrumento clave para el control del territorio. Por lo general hay una
colaboración y participación muy importante del elemento autóctono, tanto en el
señalamiento de víctimas mediante la denuncia como en la ejecución de estas.
El problema
aquí viene cuando se recurre como explicación a los supuestos impulsos atávicos
que anidan en el hombre –explicación común en casos como el de los Balcanes– o
las ansias de venganza de los ejecutores y denunciantes, cuando lo cierto es
que en el asesinato de retaguardia operan múltiples factores. Evidentemente hay
una dimensión personal, cómo no podría haberla cuando una comunidad local es
rota por la violencia, pero aquí se cumple el principio de que lo personal es
político. Cavando en las muertes intracomunitarias encontramos problemas
estructurales producidos por el sistema de dominación, ya sea por el deseo que
unos tienen de prevalecer ante la amenaza de los que reclaman el poder y la
emancipación o ya sea por el deseo de los otros por poner solución a lo que
consideran injusticias: reparto de tierras, distribución de las aguas,
relaciones entre individuos de clases sociales diferentes, la negación
sistemática del trabajo, las vejaciones, las concepciones del honor dentro de
un determinado marco cultural y así un largo etcétera. Pero la violencia no
solo es vertical, de arriba abajo o de abajo arriba, sino también muchas veces
horizontal, por el deseo de miembros de las clases populares de congraciarse
con los de las dominantes o de miembros de las clases dominantes-medias por
obtener poder y reconocimiento.
-Cómo os las habéis
arreglado para coordinar, entre los tres, este libro con diferentes firmas,
reflexiones, trabajos…
-La verdad
es que la sólida amistad que hemos forjado a lo largo de estos y el respeto que
profesamos cada uno por el trabajo de los otros ha sido fundamental para llevar
una empresa como esta a buen puerto. De hecho, se trata de una relación en la
que David Alegre y Miguel Alonso son deudores de Javier Rodrigo como padre
intelectual, tanto por la influencia que ha ejercido en ellos con sus obras
como a través de su labor de director de sus tesis doctorales. Y si David
Alegre y Miguel Alonso han ido alumbrando iniciativas personales o conjuntas de
diferente naturaleza siempre ha sido en buena medida por la inspiración de
Javier Rodrigo, aparte de por su propia inquietud natural.
Desde hace
ya tiempo, sea por unas razones u otras mantenemos un contacto propio vía WhatsApp en un grupo que no solo es de trabajo, sino que
también nos sirve para reforzar nuestros vínculos y pasar buenos ratos, porque
las circunstancias de la vida hacen que no siempre podamos vernos cara a cara.
Este instrumento y el correo electrónico, claro está, han sido esenciales en
nuestra labor. De hecho, el proceso hasta aquí ha sido arduo y costoso, hasta
el punto de que se ha alargado durante dos año. Y es
que cuesta mucho coordinar a tan gran número de autores y autoras, hacer
lecturas atentas, mantener el contacto con ellos y hacerles llegar las críticas
y comentarios que puedan mejorar en algo unas labores de por sí excelentes,
preparar las traducciones del alemán, el inglés y el italiano al castellano,
corregir pruebas, recibir las evaluaciones externas de la editorial sobre los
textos. A partir de ahí se trata de dividir el trabajo entre todos en diversas
fases, pasando en una segunda fase los textos de los que se ha hecho cargo otro
y lo mismo en una tercera. En nuestro caso hay que reconocer que todos los
compañeros y compañeras hicieron todo muy fácil, no pusieron ningún problema y
cumplieron en tiempo y forma con lo que se les pedía, todos estaban
entusiasmado por la posibilidad de dar a conocer su trabajo en castellano, por
mucho que algunos ya habían publicado en dicha lengua.
Sin
embargo, como decíamos, no quita para que el proceso fuera duro, tanto que
algún autor se quedó por el camino debido a los problemas que presentaba su
texto. Después es responsabilidad de los coordinadores, en este caso David
Alegre y Miguel Alonso, hacer una introducción con un buen aparato
interpretativo, capaz de hilar y conjugar las diferentes aportaciones, de
darles forma de conjunto. Y en este sentido estamos muy satisfechos con el
resultado, porque a pesar de las dificultades todo queda compensado con dos
cosas: tener el ejemplar en las manos y las amistades que se forjan en el
camino hasta la culminación del trabajo. Al final, un trabajo como el del
historiador es imposible sin complicidades, sin respeto mutuo, sin debate e
inquietud, y una obra colectiva como esta abre la puerta a que se den dichos
factores.
-En concreto para
cada uno de vosotros tres no constituye para nada un “campo de trabajo nuevo a
investigar y/o trabajar” porque de alguna manera vuestros trabajos
anteriores en forma de artículos o libros han ido en esta línea… ¿qué nos
podéis comentar?
-En la
historia como en todo es muy difícil construir exnovo, es decir, no es fácil ni
conveniente saltar de un tema a otro, al menos cuando estos no se tocan entre
sí de forma muy clara, primero porque cuesta mucho ponerse al día a nivel de
lecturas sobre el objeto de estudio en cuestión; segundo porque muchas veces
tus instrumentos de análisis y conocimientos idiomáticos no te permiten
adentrarte bien en un tema nuevo. Sin embargo, también nos gustaría apuntar que
en contra del pensar popular un historiador no es –o no debería ser– un contenedor
de datos enciclopédicos sobre el pasado, sino un individuo que desarrolle las
herramientas de trabajo necesarias para analizar o entender con una mínima
solvencia cualquier fenómeno del pasado o del presente. Quizás esta sea la gran
cuestión pendiente de nuestro sistema formativo: enseñar para analizar y poder
seguir aprendiendo en solitario.
Con todo lo
dicho más arriba queremos decir que evidentemente el conjunto de nuestras
carreras investigadoras tiene una coherencia muy clara, pero también la tienen
las tres entre sí, es decir, hay una clara sinergia entre los trabajos que
desarrollamos cada uno de los tres. Esto tiene mucho que ver con lo que te
comentábamos más arriba sobre la gran amistad que hemos ido forjando a lo largo
del tiempo, con el compartir lecturas y, por supuesto, proyectos. En los tres
casos hay una evidente preocupación por los estudios sobre el fascismo, que han
movido muchas de nuestras reflexiones hasta hoy y que tienen una presencia
clave en el libro, pero también los estudios sobre la guerra, que consideramos
un campo de trabajo esencial y hasta ahora muy denostado en España. Y antes de
seguir explorando esta última cuestión no querríamos dejar de apuntar que hemos
intentado conjugar durante años ambos ámbitos, porque la aparición, forja,
consolidación y culminación del fascismo es incomprensible sin el marco de la
guerra total, por la crisis moral, el trauma y el dislocamiento que trae
consigo en primera instancia, pero también por ser el marco de excepción donde
puede poner en marcha su proyecto político-social y económico-cultural. El caso
más evidente es el de la España sublevada en el 36-48, pero no menos lo es la
Alemania nacionalsocialista con su guerra de exterminio y explotación en
Polonia y el Frente Oriental o la propia Italia con sus políticas de ocupación asimilacionistas y anexionistas en los Balcanes. Así pues,
fascismo y guerra van de la mano de forma íntima.
Así pues, a
la luz de los hechos está claro que en el futuro vamos a seguir explorando
diferentes aspectos relacionados con estas cuestiones. Y en este punto es muy
importante la existencia de un proyecto como la Revista Universitaria de Historia Militar, de la cual Miguel Alonso
y David Alegre son coeditores, que lucha precisamente por visibilizar, dar
contenido e importancia a una forma diferente de entender este campo de
estudio. No tiene sentido que dada la presencia de la guerra en la historia,
incluida la actualidad, y las múltiples consecuencias que se derivan de ella no
tenga más presencia de calidad en la docencia de institutos y universidades,
por eso creemos que los estudios de la guerra serán nuestro principal caballo
de batalla en los próximos años, tanto en lo referente a los conflictos y sus
múltiples dimensiones como en lo que respecta a las posguerras.
-Hay que marcar
como una “raya” o una línea entre los actos de guerra y la violencia en la
conquista de los objetivos o en la retaguardia, ¿no?; ¿cómo debe leerse
esto desde el oficio de historiador?, ¿Por qué?
-No creemos
que haya que marcar dicha raya, aunque eso debe ser respondido de forma más
precisa en función del conflicto que abordemos. Por lo general, la violencia de
retaguardia suele estar mucho más controlada y suele ser mucho más útil para
los poderes en guerra y la lucha en el frente de lo que a menudo se ha querido
pensar, y pensamos particularmente en un caso que nos es cercano como el de la
violencia revolucionaria del 36 en el bando republicano. En muchos casos, y
desde la perspectiva de los estados, paraestados y
ejércitos, la violencia es o puede ser un instrumento para garantizar la
“seguridad” de sus propias tropas en territorio hostil, para consolidar el
control del territorio, para conseguir una explotación más eficiente de los
recursos con que realizar el esfuerzo de guerra o para consolidar los frentes,
entre otras cosas. Así pues, mientras unos luchan por ganar la guerra en el
frente otros cumplen las misiones que les son asignadas en la retaguardia para
contribuir a ello. De hecho, no hay más que ver la insistencia constante de los
estados europeos de la primera mitad del siglo XX en lo referido a la necesaria
comunión entre combatientes y civiles, entre la primera línea y el llamado
frente doméstico. Tal obsesión, muy asociada a la guerra total, hace que
cualquier forma de disidencia o resistencia al esfuerzo bélico sea considerada
como una amenaza y potencialmente eliminable. Eso es la guerra total: la
movilización de todos los medios y la utilización de cualquier método para
conseguir la victoria.
-¿Por qué los
conflictos en esa Europa se “solapaban”?, ¿los conflictos llevan a los
conflictos?, ¿cómo y de qué manera?
-Esta es
una idea interesante en la que estamos trabajando mucho en la actualidad, la de
los ciclos bélicos largos. Con este concepto pretendemos hacer referencia a
regiones más o menos amplias donde los conflictos por unas u otras razones
acaban enquistándose, donde la guerra deviene una realidad casi endémica o
“contagiosa”. Pero nosotros nos referimos a esta idea no tanto desde una
perspectiva cultural, tal y como pudo hacer Enzo Traverso en su famosa obra “A
sangre y fuego. La guerra civil europea, 1914-1945”, sino mucho más compleja y
exigente. Cuando hablamos de esa dimensión contagiosa de los conflictos
evidentemente los factores político-culturales juegan una importancia clave,
como lo pudo ser en el caso de la Europa de entreguerras el miedo al fascismo o
al comunismo, pero más allá de eso juegan muchos otros aspectos. Uno de ellos,
muy evidente, es el alto grado de movilidad de individuos que acaban haciendo
de la guerra su oficio: se pueden seguir trayectorias desde las guerras
balcánicas previas a la Gran Guerra hasta la Segunda Guerra Mundial, igual que
se pueden seguir otras que van de la Segunda Guerra Mundial a los conflictos de
descolonización. Si nos vamos más adelante en el tiempo, hay regiones como la
zona en torno al Lago Victoria o el Cuerno de África donde la crudeza y
enquistamiento de los enfrentamientos armados provoca tal grado de
destrucciones y dislocamiento de las economías locales que la guerra pasa a ser
para muchos individuos la mejor forma de ganarse la vida. Se trata de algo bien
documentado, triste pero cierto, pero la guerra suele engendrar más guerra por
razones diversas. Un factor clave, por ejemplo es el papel que juegan los intereses
de las industrias armamentísticas, las guerras proxy (así se denomina a la
participación de una potencia en un escenario bélico a través de tercero), los
asesores extranjeros, la necesidad de probar nuevas armas o de colocar stocks
anticuados. Nada de esto es nuevo, pero sin lugar a dudas se trata de un
fenómeno que ha experimentado un incremento terrorífico al calor de la
globalización y la consolidación del capitalismo como forma de organización
político-social y económica. Al final se acaban generando círculos viciosos
donde también entra en juego la competencia de los locales por unos recursos
decrecientes, la lucha por materias primas estratégicas (incluidas las reservas
de agua, no ya solo los hidrocarburos), la introducción de los monocultivos con
la destrucción de modos de vida que comporta, el control del tráfico de drogas…
todos ellos son factores que han contribuido a extender la guerra y a hacerla
endémica en determinadas regiones como el Sudeste asiático, Asia Central,
Oriente Próximo o vastas regiones del continente africano.
En el caso
de la Europa de entreguerras es posible que la conjunción de estos factores no
se evidencie de forma tan clara, pero a día de hoy resultan evidentes varias
cosas: la Gran Guerra provocó la quiebra del sistema liberal, o al menos una
pérdida de confianza muy acusada de una parte sustancial de la ciudadanía, y
esto tuvo que ver entre otras cosas con el dislocamiento de las economías
nacionales a causa del grave endeudamiento y la carestía que generaron tanto el
conflicto como la compra de armas. La puntilla llegó con la crisis económica
del 29, que se alargó durante los años 30 y que dio lugar a respuestas
políticas de todo tipo. Los fenómenos de voluntariado de guerra que observamos
a lo largo de ambas décadas, la de los 20 y la de los 30, está directamente
relacionada con la búsqueda de salidas económicas ante situaciones
desesperadas, aparte de con el afán de aventura o los ideales. Ahí tenemos el
ejemplo de los múltiples Freikorps que proliferaron
por Alemania y Europa centro-oriental, pero también en el caso de las Brigadas
Internacionales, los voluntarios que combatieron en las filas de Franco y, por
último, en el caso de los muchos europeos que se unieron a las filas del Eje.
En muchos casos, sobre todo a lo largo de los años que van del 18 al 39 la
lucha por la definición de fronteras, caso de Silesia, los Países Bálticos o la
costa occidental del Asia Menor, o el conflicto entre revolución y
contrarrevolución generó un juego de espejos, casi podríamos decir un efecto
dominó. Cuando se apagaba el fuego en un escenario la disputa se avivaba en
otro, y ahí tenían mucho que ver los intereses geoestratégicos de las grandes
potencias, como ocurrió en el caso de la guerra civil española. ¿Qué explica su
particular virulencia respecto a otros conflictos de la época (dejando a un
lado la crudeza de las guerras civiles rusas en los 20)? Básicamente la
resistencia de unas clases populares organizadas en partidos y sindicatos que
al contrario de lo ocurrido en Italia, Austria o Alemania ya sabían a qué se
iban a enfrentar y se lanzaron a la calle el 18 y el 19 de julio del 36 para
parar el golpe con una huelga general armada. Aún con todo, cabe recordar que
hay autores como Luigi Fabbri que hablan de una
auténtica guerra civil en la Italia de primeros de los 20 antes de la llegada
al poder del fascismo, lo mismo que en el caso de Austria, donde hubo una
resistencia obrera de pocos días seguida de una durísima represión. Pero es que
antes, en Alemania había habido todo un sexenio revolucionario con
enfrentamientos muy sangrientos entre fuerzas obreras y contrarrevolucionarias
en diferentes núcleos industriales y urbanos del país, y en Hungría había
habido una intervención militar de Rumanía para atajar la revolución de Bela Kun. Todos estos conflictos
o enfrentamientos más o menos virulentos, aunque siempre acompañados de
represiones salvajes, vinieron posibilitados por la pérdida de control sobre el
armamento de los combatientes y los arsenales de cuatro imperios derrotados como
fueron el alemán, el ruso, el austrohúngaro o el turco.
La cuestión
en el caso de los conflictos internos y guerras civiles que tuvieron lugar bajo
el paraguas de la Segunda Guerra Mundial es muy similar a la que mencionábamos
más arriba en referencia a los conflictos de la segunda mitad del siglo XX: una
potencia extranjera ocupa un país, con las destrucciones y muertes que comporta
o la subordinación de la economía nacional a los intereses del ocupante. En
muchos casos una salida (puede que a veces la única) para ganar un buen salario
y mantener a tu familia era ir a la guerra como voluntario. Eso no quiere decir
que no haya gente que se alistara por convicciones, ni tan siquiera que las
motivaciones económicas excluyeran a las ideológicas en ningún caso. Las
razones de los hombres para ir a la guerra son muy variadas, al menos cuando no
lo hacen como conscriptos, y la movilidad de individuos integrados en unidades
militares, paramilitares y parapoliciales es fundamental para entender la
guerra como fenómeno “contagioso”. Por poner un ejemplo sumamente que no ha
tenido presencia en nuestro libro, el caso de la guerra civil entre polacos y
ucranianos de las regiones fronterizas de Galitzia y Volinia habría sido imposible sin el estallido de un
conflicto generalizado como fue la Segunda Guerra Mundial, sobre todo por la
gran dispersión de arsenales militares que comporta en el marco de retiradas y
derrotas. Sin ir más lejos, los alemanes fueron quienes armaron a sus “aliados”
ucranianos o bálticos para realizar misiones de control y vigilancia en la
retaguardia, sobre todo porque no tenían recursos suficientes para hacerlo por
sí mismos. Y lo mismo puede decirse respecto a las políticas del Eje en los
Balcanes entre 1941 y 1944, donde Italia no dudó en armar a los
ultranacionalistas serbios (Chetniks) y Alemania a
sus aliados croatas. En este sentido, el ejército yugoslavo se rindió en pocos
días, pero sus arsenales y armas cayeron en manos de los más diversos grupos e
individuos, algo que contribuye a explicar el fenómeno de la resistencia
partisana liderada por Tito.
Desde
luego, cabe señalar que como ocurre con casi todo este no es un fenómeno
exclusivo de la contemporaneidad, y lo decimos desde la humildad, porque
posiblemente los y las contemporaneístas sean los
historiadores que menos miran hacia otras épocas, algo que sin duda nos
ayudaría a matizar y afinar muchos juicios e interpretaciones. Para cualquier
amante de los clásicos bastará con remitirse a la “Anábasis” de Jenofonte si
quiere dar cuenta de la gran movilidad interterritorial de hombres
especializados en la guerra, algo favorecido por la demanda. Los compañeros y
compañeras de otros ámbitos han trabajado estos temas a fondo para otras
épocas, y en este sentido para nosotros la Revista
Universitaria de Historia Militar ha sido fundamental a la hora de aunar
reflexiones y ver que las formas de hacer la guerra cambian, pero en muchos de
sus aspectos las continuidades son evidentes.
-No “se cerraban” bien
los conflictos si es que pueden cerrarse bien las guerras o conflictos, ¿es
así?; ¿por qué?
-Es que la
propia idea de cerrar un conflicto armado de gran intensidad es tan compleja –y
casi diríamos ingenua– como la de intentar regular la guerra con leyes internacionales,
tal y como se intentó con las Convenciones de Ginebra y otras legislaciones
emanadas de la ONU durante las últimas décadas. Se trata de un tema difícil
porque los promotores de la paz son en muchas ocasiones corresponsables en el
estallido y duración de las guerras a las que tratan de poner fin, tal es el
caso de ciertos países de la Unión Europea en los Balcanes durante los años 90,
que apostaron firmemente por la independencia de Croacia y Eslovenia, al tiempo
que enviaban asesores militares y armamento. Por señalar algo que no habíamos
apuntado en la pregunta anterior, una guerra moderna en países del llamado
Tercer Mundo, como pueda ser ahora el caso de Siria, resulta insostenible sin
la cooperación activa de potencias militares extranjeras, sean cuales sean sus
intereses. Eso mismo vale para la guerra civil española, donde no habría podido
haber enfrentamientos más allá de unas pocas semanas de no
haber mediado la ayuda extranjera.
Tampoco hay
que olvidar que los diplomáticos, negociadores y representantes políticos
trabajan sobre planos en una mesa donde no falta de nada, por muchas que puedan
ser las diferencias entre ellos, pero la puesta en marcha de un armisticio o
unas negociaciones de paz no comportan por sí solas el final de una guerra. El
mejor ejemplo de ello son las negociaciones de París de 1919, donde mientras se
decidía el futuro de Europa alemanes y polacos se enfrentaban por Silesia, los
Países Bálticos luchaban por su independencia y los griegos trataban de hacerse
con una gran porción de Anatolia. Con esto queremos
decir varias cosas: cuando un conflicto de alta intensidad se activa y no se
produce una derrota total del vencido con ocupación incluida –cosa difícil por
lo general– este suele cobrar vida propia, sus ascuas pueden provocar un
incendio en cualquier región donde se den las condiciones adecuadas. Y aún con
todo, decíamos que es difícil llevar a cabo una “pacificación” o “cierre” a los
conflictos incluso cuando media una ocupación militar del territorio, tal y como
le ocurrió a los soviéticos en muchos lugares de Europa oriental, incluida la
Ucrania occidental o los Países Bálticos, o a las autoridades yugoslavas, que
hubieron de enfrentar resistencias armadas de carácter anticomunista durante no
pocos años. Eso es algo de lo que nos habló en su día José María Faraldo en su obra “La Europa clandestina”.
Al fin y al
cabo, las armas pueden callar –y raramente lo hacen del todo–, pero los efectos
de los enfrentamientos armados persisten durante muchos años, a veces durante
décadas. Poner en marcha la reconstrucción física de amplias regiones
devastadas, reactivar la vida económica empezando de cero, poner en marcha
haciendas y negocios arruinados por la muerte de los encargados de explotarlas,
rehacer las relaciones comunitarias rotas por la violencia… Todas ellas son
cuestiones extremadamente complejas de gestionar que suelen explicar el
estallido de nuevos conflictos cuando no se ha producido una derrota
incondicional del enemigo, caso de lo ocurrido en España con la República o en
la Segunda Guerra Mundial con Alemania o Italia. Y aún con todo el franquismo
hubo de enfrentar una guerrilla que sin llegar a ser una amenaza real para su
existencia le provocó quebraderos de cabeza durante años afectando a su
prestigio. En el caso de las relaciones intracomunitarias rotas por la
violencia el mejor ejemplo del fracaso o la imposibilidad de “cerrar las
heridas” es la propia Bosnia-Herzegovina, donde la única solución viable acabó
siendo dividir a las diferentes comunidades en dos repúblicas diferenciadas,
una croata-musulmana y otra serbia, y aún con todo en ciudades como Mostar la
separación comunitaria en barrios diferenciados es una realidad lacerante y
diaria. En la mayor parte de los casos, y a pesar de los compromisos internacionales
adquiridos en los Tratados de Dayton, la vuelta de los que fueron expulsados de
sus hogares en las operaciones de limpieza étnica ha sido básicamente
imposible, ya sean serbios de la Krajina croata o Herzegovina o musulmanes y
croatas de la actual República Srpska. Por eso
insistimos una vez más: la realidad sobre el terreno escapa a los mejores
propósitos de los negociadores.
-Se habla mucho de
cómo se gestionó la posguerra de la I Guerra Mundial o Gran Guerra. ¿Qué nos
podéis comentar?, ¿Qué parte causal guarda la Segunda Guerra Mundial con la
Primera y “ese mal cierre”?
-Este es un
tema complejo y muy mitificado, en parte porque el discurso alemán de
entreguerras, promovido por una potentísima maquinaria propagandística durante
años, consiguió calar en una parte sustancial de la opinión pública
internacional hasta el punto de que hoy forma parte del imaginario popular y
hoy resulta muy difícil contrarrestarlo. De hecho, es curioso que a pesar del
buen trabajo que se ha hecho a nivel historiográfico sigan persistiendo tantos
mitos en torno a la Alemania nazi, lo cual nos da una idea del poder de
atracción que sigue ejerciendo y del altavoz que consiguió durante los doce
años que duró. Ya no solo se da por hecho que el Tratado de Versalles fue extremadamente
lesivo para Alemania, haciéndose pasar a este como causa directa de la Segunda
Guerra Mundial, sino que todavía se habla del milagro económico nazi, de su
genio militar o de las Waffen-SS como unidades
superiores a las de la Wehrmacht en capacidad combativa. La historiografía ha
echado abajo todos estos mitos, y lo sigue haciendo, pero por alguna razón no
consigue que sus trabajos e interpretaciones calen en la sociedad, y yo creo
que esto tiene mucho que ver con el tipo de cultura que se consume:
documentales, películas y novela histórica muy comerciales, así como los
videojuegos.
Yendo al
grano tras esta pequeña disquisición una comparación puede ser útil para
comprender la dimensión real de lo que supuso el Tratado de Versalles para
Alemania: las reparaciones de guerra y las condiciones impuestas por dicho país
a Francia tras la llamada guerra franco-prusiana (1870-71) fueron
económicamente más duras en términos proporcionales, y la economía francesa de
1871 era mucho más pequeña y débil que la alemana de 1919. Quien ha trabajado
bien sobre esta cuestión, como por ejemplo Sally
Marks, ha demostrado sobradamente que Alemania contaba con los medios
necesarios para poder pagar, pero que nunca tuvo intención de hacerlo. Al final
se acaba imponiendo una realidad muy sencilla: un tratado de paz nunca suele
contentar a nadie, y menos cuando los vencedores, como fue el caso en 1919, son
incapaces de hacer la derrota evidente para el vencido, a la par que reacios a
forzar las cláusulas del tratado. Lejos de poner a Alemania al borde del abismo
el Tratado de Versalles no impidió que siguiera siendo el estado política y
económicamente más poderoso del continente, así como tampoco que dejara de
serlo potencialmente a nivel militar. Es más, muchas de las cargas e
imposiciones impuestas por el tratado fueron levantadas a los pocos años. Desde
luego, un factor clave a la hora de crear una sensación de agravio generalizada
entre los alemanes o el mito de la puñalada por la espalda (según la cual
fueron los socialdemócratas que fueron a las negociaciones de Versalles los que
vendieron al país cuando todavía estaba en condiciones de combatir) fue que los
Aliados no hicieron efectiva su victoria total mediante un desarme del ejército
alemán y la ocupación parcial o total del país, que habría evidenciado ante la
sociedad germana la realidad.
Desde
luego, hay otros puntos importantes, siendo el más importante dentro de la
falta de unidad de acción de los vencedores la derrota de Wilson en las
presidenciales de 1919, mientras se celebraban las conferencias de paz. Al fin
y al cabo había sido él quien había inspirado los principales puntos del
tratado, y al entrar Estados Unidos en una política aislacionista las
negociaciones y la gestión de la paz recibieron un golpe muy duro. Hay que
pensar que ya por aquel entonces se perfilaba como la principal potencia y era
de hecho el acreedor mundial más importante (había financiado en buena medida
los esfuerzos de guerra de Francia y el Reino Unido). Además de todo esto hay que
pensar que en muy poco tiempo, y con pocas garantías para hacerlo efectivo,
hubo de reordenarse un mapa de Europa especialmente intrincado en su parte
centro-oriental y suroriental, especialmente tras la desaparición de los entes
imperiales sobre los que se había sostenido. El principio de autodeterminación
enarbolado por Wilson como principio básico para ese reordenamiento podía ser
relativamente funcional en una Europa occidental bastante homogénea, pero no en
la otra mitad del continente, donde dentro de una misma región como Galitzia, Bucovina, Dalmacia, el Bánato
o Transilvania convivían multitud de comunidades lingüísticas diferentes. Así
pues, podría decirse que cada actor político tomó los principios básicos del
Tratado a la carta, de ahí que el principio de autodeterminación fuera el más
invocado por los nacionalistas de toda Europa en favor de sus reivindicaciones
territoriales, desde la propia Alemania a Polonia pasando por Hungría, Italia o
Grecia. De hecho, al tiempo que se negociaba la paz se seguía combatiendo en
diferentes lugares del continente, cada uno con su propia agenda política y
territorial.
En último
término, comparar la primera con la segunda posguerra mundial también es muy
útil a la hora de buscar respuestas, aunque nos puede llevar a engaños si no
conocemos bien ambos casos. En el segundo caso hubo una ocupación militar,
partición y gestión efectiva del territorio alemán por parte de los Aliados y
la Unión Soviética, al tiempo que la sociedad pudo cobrar plena conciencia de
su derrota total al haberla vivido en carne propia. Esta fue seguramente la
mayor garantía para la implementación del Tratado de Potsdam, que es el que
definió las líneas del futuro europeo. En cualquier caso, como cualquier
compromiso este no contentó a todos, y bien podría haber fracasado a la luz de
los hechos, si bien esta vez no a causa de Alemania, sino de las disputas entre
la Unión Soviética y los Aliados por las esferas de influencia en el
continente. En cualquier caso, lo que queremos decir es que la contingencia
siempre es fundamental, que no tiene sentido establecer teleologías y tender
una línea de continuidad entre el Tratado de Versalles y la Segunda Guerra
Mundial. De hecho, Alemania experimentó un periodo de estabilidad desde
mediados de los años 20 hasta el año 1930-31, cuando los efectos de la crisis
del capitalismo azotaron con más fuerza al continente. Fue entonces, nunca
antes, cuando el Partido Nacionalsocialista consiguió sus máximos resultados electorales y ya en 1933 cuando el Presidente de la
República ofreció a Hitler la formación de un gobierno con él como canciller. A
partir de ahí la historia es bien conocida: sin la crisis económica y la
llegada al poder del proyecto ultranacionalista y expansionista capitaneado por
Hitler y respaldado por agencias gubernamentales y parte de la sociedad alemana
es posible que nunca hubiera habido guerra. Antes de esto, las causas de la
hiperinflación no tuvieron tanto que ver con el Tratado de Versalles como con
la herencia de una economía completamente desarticulada por el esfuerzo de
guerra ingente realizado por el país entre 1914 y 1918, que en buena medida
vino financiado y sostenido por la emisión de papel moneda sin apenas valor.
Así pues, más que los tratados en sí lo que vemos es las dificultades para
gestionar no ya una guerra total, sino sus devastadoras consecuencias a todos
los niveles.
En
definitiva, no se puede culpar de ningún modo al Tratado de Versalles de la
Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso puede decirse que pudo poner las
condiciones para que al estallar el conflicto fuera mucho más virulento y
complejo que el anterior, siquiera porque fue entonces cuando el concepto de
autodeterminación alcanzó su paroxismo y fue llevado a la práctica con mayor
celo en un escenario sumamente complejo a nivel étnico-cultural.
-Por todo lo que se
desprende de desestabilización social, desde o alrededor de los conflictos,
estos derivaron también en conflictos internos, ¿verdad?, ¿Cómo y de qué
manera?
-Ya lo
comentábamos más arriba, el desencadenamiento de una guerra total entre dos o
más estados, como por ejemplo la Gran Guerra o la Segunda Guerra Mundial,
comporta la ocupación de territorios o países enteros a manos de una o más
potencias extranjeras. Es crucial hacerse a la idea de lo que implica algo así,
y lo decimos siempre conscientes de que las políticas de ocupación pueden ser
muy diversas, incluso por parte de la misma potencia en un mismo conflicto,
dependiendo de cuáles sean sus intereses político-económicos y su visión de la
población que reside en la zona ocupada. El mejor ejemplo es la propia Alemania
nacionalsocialista: sus políticas de ocupación varían mucho, desde el
establecimiento de estructuras burocráticas propias para el control y
explotación del territorio, como los Reichskommisariate
Ostland y Ukraine; las
zonas de la inmediata retaguardia del Frente Oriental, controladas por la
Wehrmacht; los regímenes títeres más o menos tutelados, como Noruega o Croacia,
aún siendo los dos casos muy distintos, y los regímenes preexistentes tolerados
aunque ocupados, como Dinamarca; la zona de ocupación francesa o belga, que
conservaron buena parte del aparato burocrático preexistente, aunque siempre
bajo la lógica del divide et impera;
etc. Los criterios por los que se rige una ocupación son múltiples y muy
variados, algo que quedó bien demostrado por Götz Aly en su obra La
utopía nazi, donde demuestra las diferentes vías o formas bajo las cuales
se llevó a cabo el expolio de la Europa ocupada a manos de Alemania. Lo mismo
valdría para Italia en las regiones que ocupó entre 1940 y 1943, desde los
valles surorientales del estado francés hasta Eslovenia, Albania, parte de
Kosovo o Grecia. En este punto es muy interesante el capítulo de Franziska Zaugg, que nos pone
ante uno de esos focos calientes o punto de fricción entre dos imperios, el
alemán y el italiano, y sus diferentes maneras de enfocar la ocupación de los
territorios de lengua albanesa. Es algo parecido a lo que nos intentaba
explicar David Alegre en su capítulo sobre el Estado Independiente de Croacia
dentro de “Políticas de la violencia”, que es la obra coordinada por Javier
Rodrigo que precede de algún modo a esta. En esos espacios de confluencia y
conflicto es donde se generan los principales fenómenos de resistencia, por
ejemplo, por la competencia y rivalidad imperial y, también, por las
dificultades del terreno.
En
cualquier caso, lo que queremos decir con esto es que la entrada de un poder
ocupante en una sociedad ajena a este suele dar lugar a un escenario que se
repite de forma recurrente: la ruptura de los equilibrios comunitarios
preexistentes, con la consiguiente aparición de las tensiones estructurales de
cualquier sociedad; el dislocamiento económico por las imposiciones e intereses
del poder ocupante, con graves consecuencias a nivel de régimen alimentario y
de condiciones laborales; las actitudes colonizadoras por parte del ocupante,
con el uso de la fuerza y el abuso como actitudes frecuentes frente a la
población autóctona; y, por último, acompañado de todo ello la aparición de
arribistas o idealistas que buscan prosperar económica o políticamente al
amparo del poder ocupante frente a la de otros sectores de la sociedad más o
menos amplios que optan por la resistencia armada frente a los
colaboracionistas (el enemigo interno) y los ocupantes. Curiosamente, la
resistencia suele ser más cruenta contra los primeros, consciente la
resistencia por lo general de que la presencia del poder extranjero no será
eterna y que lo más importante es resolver por medio de la violencia armada los
conflictos internos y las contradicciones sociales que anidaban en la sociedad,
todo ello de cara a imponer sus propias condiciones en una futura refundación
de posguerra. Por supuesto, los colaboracionistas buscan lo propio pero bajo el
amparo del poder ocupante, ligando para siempre su destino al de este. Esto es
en parte lo que explica el estallido de conflictos internos de mayor o menor
intensidad y guerras civiles en toda la Europa del 39-50. El vacío de poder,
por ejemplo, dada la imposibilidad de la propia Alemania para controlar de
forma efectiva los vastos espacios de Europa oriental, unida a la dispersión de
fuerzas que escapan de los embolsamientos de la
Wehrmacht o quedan rezagadas y la búsqueda de apoyos entre la población local
por parte de los alemanes, armando a grupos de los más diversos orígenes como
fuerzas paramilitares o parapoliciales, derivaría en cruentas guerras civiles
en lugares como la frontera polaco-ucraniana, que se alargarían más allá del
año 45 y que precisarían de la intervención del Ejército Rojo. Lo mismo puede
decirse con respecto a la ocupación de Bosnia, donde se hizo fuerte la
resistencia de los partisanos de Tito y de los nacionalistas serbios ante la
incapacidad del régimen croata para sostenerse por sí mismo, en parte por sus
propias políticas de la violencia y en parte por la falta de medios de los
alemanes.
En
cualquier caso, cuando hablamos de conflictividad no siempre hay que pensar en
términos de resistencia armada, conflicto interno o guerra civil, sino también
de huelgas, como la que tuvo lugar en los Países Bajos en febrero de 1941
frente a la ocupación alemana, que acabó en una brutal represión; o las
rebeliones en campos de concentración, como la de . Pero aún hay más: una
guerra total pone a prueba las costuras de cualquier sociedad al requerir un
esfuerzo enorme de civiles y combatientes, sometidos a condiciones a menudo
extremas. Por eso mismo los motines y las huelgas dentro de un país a manos de
connacionales tampoco son algo extraño. Ahí está el caso de las obreras de Rolls Royce en el Glasgow de
1943, que reivindicaban el mismo salario que los hombres a una empresa clave
para el esfuerzo de guerra británico (allí se producían por ejemplo muchos de
los motores de aviación de la RAF); lo mismo podemos decir de los mineros de
diferentes regiones del Reino Unido, cuando en 1944 y con la invasión de
Francia ya en marcha 200.000 de ellos marcharon a la huelga ante los bajos
salarios que percibían; y así muchos otros casos. El caso paradigmático de motines
protagonizados por combatientes es el de Francia en abril de 1917, cuando
varias decenas de miles de soldados se insubordinaron contra las órdenes de sus
superiores. Curiosamente, los amotinados no renegaban de la lucha ni de
Francia, sino de las condiciones en que eran obligados a combatir, tanto a
nivel de higiene como de vestuario y alimentación, así como del maltrato
constante y la desempatía de los oficiales. Su
rebelión se hizo en la mayor parte de los casos en nombre de Francia y la
dignidad que se presuponía a los valores republicanos que defendían en el campo
de batalla frente a los alemanes, así lo observó Leonard Smith en su famoso
trabajo “Between Mutiny and
Obedience”. Y este caso es más significativo por su
magnitud, pero casos aislados de este tipo encontramos a lo largo de todo el
periodo y en general a lo largo de toda la historia de la guerra.
-¿Cómo se
“reconstruyen” las sociedades después de los conflictos?.
Porque las posguerras no dejan de ser conflictos muy sociales y demoledores en
los que los vencidos, a menudo, son en parte víctimas y en parte “seres a los
que se les otorga el calificativo de villanos” porque la historia la escriben
los vencedores…
-Este es un
tema sumamente complejo e interesante que cada vez atrae más la atención de los
historiadores y las historiadoras. Si reseguimos un poco el hilo de la pregunta
anterior la respuesta llega un poco por sí sola. Una guerra total, sea civil o
entre estados –aunque a menudo ambas se solapan o van de la mano– como las que
tuvieron lugar en la Europa del primer siglo XX, implica un trauma a nivel de
violencias, un desgaste comunitario y un sacrificio individual tan grandes que
difícilmente los vencedores –o los autoproclamados como tal– no renunciarán
nunca al derecho a imponer sus condiciones. Pensemos por ejemplo en la creación
del llamado Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (más tarde conocido como
Yugoslavia) fruto del Tratado de Versalles: fruto de las vicisitudes del
conflicto Serbia había perdido durante la Gran Guerra a más de la mitad de su
población masculina, en total hablamos de 1.1 millones de personas sobre una
población de 4,5 millones. Evidentemente hablamos de una experiencia de guerra
terrible con consecuencias demográficas, sociales, económicas y culturales irreparables
a corto-medio plazo. Aparte de otras razones de peso, como la indefensión de
los croatas y eslovenos frente a los países vecinos y su propia condición de
derrotados como parte de Austro-Hungría, no es extraño que dentro de este nuevo
estado multiétnico los serbios reclamaran y ejercieran la primacía política
durante la turbulenta existencia de este estado a lo largo del periodo de
entreguerras.
Evidentemente
el caso del fascismo español vencedor en la guerra civil casi podríamos decir
que es una excepción en lo que respecta a la violencia que desplegó contra su
propia población, tanto durante como después de la guerra, y lo es tanto en
términos cuantitativos como cualitativos. En este caso hablamos de entre 20.000
y 50.000 personas ejecutadas y una población encarcelada de unas 90.000
personas y 170.000 en trabajos forzosos que iría disminuyendo con los años, a
lo cual hay que sumar la marginación social en comunidades pequeñas, la
mendicidad y muerte de muchos de los que se vieron obligados a emigrar a la
ciudad para escapar de la persecución, los suicidios, la desnutrición, las
enfermedades mentales, etc. El rastro de una guerra total, y máxime aún si
hablamos de una guerra civil, es indeleble y omnipresente. No hablemos ya en lo
referido a la destrucción de infraestructuras básicas y viviendas, y siempre
pensando en estados cuya economía ha sido virtualmente destruida por la guerra.
Esto obligó a las comunidades de vecinos a colaborar y autogestionar
las reconstrucciones, arreglándoselas cada uno con lo suyo como mejor podía.
Casi todo
lo apuntado aquí vale para el conjunto de la Europa de las dos posguerras:
economías domésticas rotas por la muerte en combate o el asesinato de uno,
varios o todos los varones; economías locales enteras desarticuladas por la
falta de mano de obra, dando en muchos casos lugar al comienzo del declive del
mundo rural que ya se había hecho evidente por los efectos del capitalismo
desde finales del siglo XIX; conflictos intracomunitarios muy graves por la
obligación de compartir una misma vivienda varias familias (pensemos por
ejemplo que en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial 24 millones de
personas perdieron sus hogares); gestión de los alimentos para favorecer a unos
en detrimento de otros; corrupción y mercado negro. Todo esto es la norma en
cualquier posguerra. Una forma muy simple de comprender los efectos de la
guerra total es darse una vuelta por cualquier región de Francia, recorrer en
coche pueblo tras pueblo y mirar los listados de caídos de la Gran Guerra y
cotejarlos con la población de cada población previa a agosto de 1914: el
resultado es escalofriante, parecido en muchos casos al de la plaga de pestes
del siglo XIV, con su hito fundamental en 1348. En definitiva, sí, la posguerra
es una lucha por la supervivencia que muchas veces no es más que una
prolongación de la vivida en los años de conflicto, eso sí, sin la amenaza de
los bombardeos aéreos y los combates (a veces ni eso).
Por lo
demás, sí, el triunfo en una guerra total donde se ha producido una evidente
fractura social –a veces como decimos en forma de guerra civil– hace que los
vencedores elaboren mitos refundacionales de la comunidad nacional a los que
puedan adscribirse una mayoría de individuos y que al mismo tiempo contribuyan
a lavar los trapos sucios: la derrota militar y el colaboracionismo, haciendo
de este un fenómeno minoritario. Tal fue el caso del llamado resistencialismo en tres casos paradigmáticos como los de
Francia, Yugoslavia e Italia, países estos dos últimos que vivieron cruentísimas
guerras civiles en buena parte de su territorio. Tal mito defendería que la
nación se habría alzado en armas de forma mayoritaria contra el ocupante y por
sus libertades, estableciendo por sistema una negación pública del
colaboracionismo y la aceptación de este, lo que en Francia se ha llamado el
Síndrome de Vichy. Sin ir más lejos, la legitimidad del poder omnímodo de Tito
y de su régimen socialista se fundamentaría hasta su muerte en 1980 y la
disolución de Yugoslavia en 1991 sobre la victoria de sus partisanos contra los
ocupantes y colaboracionistas, siendo los únicos en conseguirlo sin
intervención armada directa de una fuerza militar externa. Curiosamente hoy en
día la mayor parte de los impresionantes monumentos en honor a los partisanos
yugoslavos, en su momento centros de culto y celebración, se han convertido en
espacios que ya no significan nada para los más jóvenes, que acuden allí de
botellón al estar abandonados y tragados por la vegetación (pensamos por
ejemplo en el de Mostar, una población particularmente perjudicada por la
guerra).
Sin
embargo, a pesar de la negación del colaboracionismo necesaria para la
reconstrucción de un orden social en la posguerra, millones de personas en toda
Europa sufrieron la apertura de causas por colaboración con el Eje. Algunos
historiadores calculan que entre el 2 y el 3% de la población continental. Sin
ir más lejos, en Yugoslavia fueron ejecutadas hasta 60.000 personas acusadas de
fascismo, por lo general croatas católicos –aunque también bosnios musulmanes–
que se refugiaron en Austria ante el avance partisano al final de la guerra y
que fueron entregados a las nuevas autoridades yugoslavas. Estos sucesos se
conocen como la Masacre de Bleiburg, y en buena parte
se concentran en los meses finales de la primavera de 1945. Si vamos al caso
francés o italiano el número de muertes extrajudiciales por supuesto
colaboracionismo alcanza los 8.000-10.000 y los 10.000-15.000 muertos, todo
ello en el marco de los meses finales de la guerra. A partir de ahí se inició
el proceso de depuración legal, con números variables dependiendo de los
países, pero que en Francia dejó 44.000 condenas (unas 1.500 conllevaron pena
de muerte ejecutada); con países como Bélgica, Países Bajos o Noruega que ni
tan siquiera tenían una maquinaria judicial suficiente como para abordar el
número de casos y denuncias; otros países como Italia sorprenden por la
virulencia de la violencia extrajudicial y la práctica ausencia de depuraciones
legales. A partir de ahí vendrían las amnistías, que se extenderían de 1946 a
1953, dependiendo de países.
Y aunque
hemos hablado de Yugoslavia en particular, mención especial merece lo ocurrido
en Europa centro-oriental durante la posguerra, donde se llevaron a cabo
políticas de ingeniería social y étnica masivos. Por decirlo de manera rápida y
clara, los líderes políticos de los países surgidos de la guerra reclamaron a
los Aliados y obtuvieron de ellos la “simplificación” u “homogeneización” del
territorio bajo el control de sus estados, lo cual pasaba por acabar con el
“problema” de las minorías, es decir, la expulsión de millones de personas
cuyos ancestros a menudo habían vivido allí durante siglos. Los dirigentes
polacos y checoslovacos fueron los principales interesados en estas medidas,
bajo la creencia de que las poblaciones de habla alemana que habitaban dentro
de sus fronteras (las de Polonia incluían territorios del estado alemán previo
al año 1939, como Pomerania, Prusia y Silesia) serían un problema de seguridad
interna constante que cabía atajar de raíz. Muchos de los residentes en dichos
territorios o bien ya habían huido hacia el Oeste ante el avance del Ejército
Rojo o fueron expulsados en el marco de acciones más o menos espontáneas de
grupos ciudadanos y de las resistencias de cada país. Finalmente, la
Conferencia de Potsdam, donde se delimitó a grandes trazos la faz de la Europa
de posguerra, sancionó la expulsión de 3 millones de personas de habla y
cultura alemana en Bohemia y Moravia, fundamentalmente de los Sudetes, regiones todas ellas que componen la actual
Chequia y 8 millones de alemanes que habrían quedado dentro de las nuevas
fronteras polacas, desplazadas al oeste por la anexión soviética de toda la
Polonia oriental. Lo mismo se hizo con 250.000 personas de cultura alemana
residentes en Hungría, que a cambio recibió a 600.000 húngaros deportados desde
Eslovaquia. Sin embargo, bajo la acusación de colaboracionismo y de manera
extrajudicial o no sancionada por los tratados internacionales muchas
comunidades pertenecientes a minorías de habla alemana, húngara o italiana
fueron encarceladas, asesinadas o expulsadas, como ocurrió con 300.000 de los
primeros en Yugoslavia y 150.000 en Rumanía, o con unos 300.000 italianos de
Dalmacia.
Es más,
todas estas iniciativas para la reordenación del mapa étnico de Europa no solo
deben entenderse en el marco más amplio de las propias políticas de la Unión
Soviética para la consolidación de sus fronteras occidentales, lo cual implicó
el desplazamiento forzoso de un millón y medio de polacos del este del país,
ocupado ahora por los soviéticos, con destino a las nuevas fronteras
occidentales en Silesia y septentrionales en Prusia; el desplazamiento de medio
millón de finlandeses de Carelia y otras regiones septentrionales de la Unión
Soviética a Finlandia; la deportación hacia el interior del país de más de
200.000 bálticos. El vacío dejado por estas deportaciones fue cubierto con el
desplazamiento de dos millones y medio de rusos a las nuevas regiones
occidentales de la Unión Soviética, desde Carelia y Estonia hasta Moldavia,
caso este último que contribuye a entender los orígenes del actual conflicto
larvado de la Transnistria. Esta operación de
seguridad interna había sido iniciada ya en la parte final del conflicto con la
deportación de los tártaros de Crimea, los chechenos e ingusetios a Asia
Central, en estos dos últimos casos cerca del medio millón de personas.
Finalmente, sería culminada con la deportación de los dos millones y medio de
prisioneros de guerra soviéticos que habían sobrevivido a los campos de
concentración y a los trabajos forzosos en Alemania y los territorios ocupados
por esta, siempre bajo la acusación de traición amparada en la orden “ni un
paso atrás” de Stalin.
En
definitiva, hemos considerado necesario realizar este análisis para responder
con todas las garantías a la pregunta de cómo se reconstruyeron las sociedades
europeas de posguerra y qué tipo de conflictos siguieron coleando en el momento
posterior al conflicto. Se trata de un ejercicio útil compararlo con el mapa
que dibujábamos al hablar del reordenamiento propuesto por Versalles y los
problemas planteados por dicho Tratado. Esto nos hace pensar que en buena
medida Potsdam supuso hacer viable políticamente parte de lo pactado en
Versalles. De hecho, los países que conocemos hoy, especialmente en Europa
centro-oriental, son el resultado de un proceso extremadamente traumático de
matanzas, expulsiones salvajes y deportaciones que en muchos casos se extendió
hasta principios de los años 50, y que comportó un número de pérdidas humanas
difícil de cuantificar por los problemas de desabastecimiento y la falta de
infraestructuras. Tanto fue así que en muchos casos muchos de los estados
implicados fueron incapaces de culminar sus objetivos, de tal modo que muchos
miembros de las minorías hubieron de mimetizarse
dentro de la cultura y lengua dominantes dentro de cada país, desapareciendo de
un plumazo gran parte del legado histórico-patrimonial del continente. Sin
embargo, parte de esa cultura y la memoria del desastre quedó a salvo gracias a
la obra de escritoras como Herta Müller,
Premio Nobel de Literatura en el año 2009 y miembro de la comunidad germanohablante de los llamados Suabos
del Danubio, en el Banato rumano. Por lo demás, vale
la pena recordar una de las escenas finales de la película “Zavet”,
del prestigioso director sarajevita Emir Kusturica, donde un anciano le preguntaba a otro en medio
de un delirante tiroteo si acaso había llegado la Tercera Guerra Mundial, a lo
cual el otro le contestaba que allí aún no había acabado la Segunda.
-Desde ese lado de
la trinchera que gana una contienda –si es que se puede ganar una contienda–,
es decir, desde el lado de los vencedores pocas veces se sabe gestionar
“esa especie de hegemonía” que da u otorga la victoria, ¿es así?, ¿cuesta más
“saber ganar o saber perder” en las guerras?
-En este
caso hablamos de la época de la irrupción de la guerra total, que entre otros
atributos se caracteriza por buscar la rendición incondicional del enemigo por
todos los medios, a cualquier precio. En este sentido, vencer al enemigo supone
hacerlo de manera total e irreversible para imponerle tus condiciones de
acuerdo con los que consideras son tus intereses en tanto que vencedor. Ante
una guerra de estas características, el derrotado no tiene más remedio que
aceptar hechos consumados. Quizás, de forma un tanto sorprendente, una
excepción en todo el periodo fue el Tratado de Versalles, que no desmanteló el
potencial de Alemania como agente perturbador de la estabilidad política en
Europa, algo que sí se hizo con los imperios otomano o austro-húngaro,
desmantelados como sujetos político-militares. De hecho, es algo que
seguramente también hubiera ocurrido con el ruso de haber tenido alguna
potestad o capacidad de maniobra sobre sus territorios, por entonces sumidos en
cruentas guerras civiles que se alargarían hasta mediados los años 20. Y esto
mismo, que vale perfectamente para los conflictos de la primera mitad del siglo
XX, ocurrió también con mucha de las guerras de la segunda mitad de la centuria
o acabadas entonces, desde China (1927-49-50); a Corea (1950-53), que acabó con
la división del país en un estado socialista y otro capitalista; pasandopor Vietnam (1955-75), donde el norte socialista
acabaría anexionando el sur, aliado del bloque capitalista; o, también, por las
guerras yugoslavas (1991-2001) o los conflictos como el del Nagorno Karabaj
(1988-94), donde la limpieza étnica se convirtió en un instrumento esencial
para el control del territorio conquistado mediante su homogeneización.
En todos los
demás conflictos interestatales del periodo la realidad fue diferente de lo que
ya hemos visto para el Tratado de Versalles, y los ejemplos de la época son
innumerables. Si vamos por ejemplo al caso de las guerras balcánicas de 1912 y
1913 estas se saldaron con ganancias territoriales significativas para Grecia,
Serbia y Bulgaria a costa del Imperio otomano, lo cual comportó la puesta en
marcha de políticas de colonización y nacionalización de las poblaciones
autóctonas tras la anexión de las conquistas. A nivel interno lo mismo
ocurriría en los territorios de los nuevos estados surgidos de la Gran Guerra y
los años posteriores a esta, como Polonia, Checoslovaquia, Rumanía o
Yugoslavia, con políticas a veces muy agresivas que comportaron tensiones sociales
y políticas de mayor o menor intensidad, muchas de las cuales acabarían
alimentando el colaboracionismo en la Segunda Guerra Mundial. El caso más
evidente en este último aspecto fue Croacia, a pesar del grado de apoyo
relativamente minoritario que tuvo el estado títere creado por el Eje. Por lo
demás, los conflictos locales o regionales y las guerras civiles entre los
sectores sociales y contrarrevolucionarios, desde la Alemania y la Italia de
posguerra hasta la guerra civil española, pasando por la finlandesa y muy
especialmente también la rusa, comportaron una gran virulencia en los combates
y altos grados de violencia y represión contra el vencido. Allá donde fue
posible por su hegemonía política, revolucionarios y contrarrevolucionarios
impusieron sus condiciones a los vencidos, caso de la Unión Soviética, Italia,
Finlandia o España, llegando a expulsarlos del cuerpo social mediante los más
diversos medios: el hambre, la depuración, el terror, los trabajos forzosos, el
encarcelamiento o la ejecución.
A nivel
interno, en la reconstrucción político-social asociada a los procesos de
transición política, las depuraciones que tuvieron lugar en la Europa
occidental durante la segunda posguerra mundial, las amnistías y los mitos
refundacionales del resistencialismo permitieron
reintegrar en la sociedad a casi todo aquel que lo quiso, siempre y cuando
aceptara las nuevas reglas del juego democrático, creyera en él o no. Quizás el
mejor ejemplo de esto último fuera la República italiana, y el neofascista
Movimiento Social Italiano fundado en 1946 la más clara encarnación de la
capacidad de la contrarrevolución para reinventarse y aprovechar las
facilidades. Aquellos que no aceptaran el nuevo escenario político
sencillamente quedaron reducidos a la marginalidad. La posguerra como ya hemos
visto fue muy diferente en Europa centro-oriental. En estos casos, el
colaboracionismo primero y más tarde la acusación de “contrarrevolucionario”
fueron utilizados como instrumentos del poder para la construcción de
comunidades nacionales homogéneas y sistemas socialistas de organización
socio-política y económica, siempre mediante la nacionalización, represión,
expulsión o eliminación de los elementos indeseables. Es decir, no hubo una
sola posguerra en lo que se refiere al modo de ganar la guerra y gestionar la
victoria: esto dependió mucho del área de influencia dentro del nuevo orden
sobre el que se construirían los lineamientos de la Guerra Fría y del país en
cuestión, sus equilibrios internos y sus problemas específicos. Sin embargo, la
principal diferencia respecto a la posguerra anterior en Europa fue el
desmantelamiento del poder político-militar de Alemania sobre el continente, al
quedar esta desmilitarizada, privada de sus regiones orientales, de Austria y
cuarteada en cuatro zonas de ocupación diferentes. Lo mismo ocurrió con Japón,
un agente de desestabilización en Asia oriental para los intereses
occidentales, que fue ocupado hasta el año 1952 por las tropas aliadas y
privado de sus colonias en Taiwan, Corea o Manchuria.
-¿Qué factores se
dieron para que el continente europeo conociese y viviese en sus tierras,
valles, bosques, playas, cielos y ciudades en esa primera mitad de siglo
dos guerras mundiales tan desgarradoras y, además de conflictos internos como
la Guerra Civil Española, la Revolución Rusa?
-A nuestro
parecer, y simplificando de forma inevitable, los factores que hicieron
posibles estas guerras en Europa fueron en muchos casos los mismos que explican
los conflictos que tendrían lugar durante la segunda mitad del siglo XX por
todo el mundo, aunque existe un claro parteaguas
entre un periodo y otro. En buena medida, lo que diferencia ambos periodos en
el modo de hacer la guerra y en los escenarios en que esta tiene lugar es la
aparición de la bomba nuclear, que no por nada es la imagen de fondo de la
portada de nuestro libro. En este caso se trata de “Little Boy”,
el nombre que recibió la primera bomba atómica, en este caso la que fue lanzada
por Hiroshima, que más tarde sería copiada en su diseño por los soviéticos con
su RDS-2, probada en 1951, dos años después de explotar su primera arma de
estas características.
Como suele
ocurrir en cualquier conflicto que se precie existen causas o explicaciones a
diferentes niveles. El hecho de que las dos grandes guerras mundiales se
dirimieran en Europa –sin que ello implique olvidar las implicaciones que tuvo
en otros continentes como Asia oriental y sudoriental o África– tuvo mucho que
ver con dos cuestiones fundamentales. En primer lugar hay que destacar las
luchas por la hegemonía político-económica, más aún en un mundo donde lo
reducido de los estados del Viejo Continente hacía que estos fueran perdiendo
peso económico-financiero a marchas forzadas en favor de los Estados Unidos. Al
fin y al cabo, el gigante americano era un país con un potencial tremendo en
todos los aspectos, por su propia vastedad y riqueza en materias primas, y
mucho más integrado a nivel territorial, económico y humano que las metrópolis
europeas y sus vastos pero lejanos imperios coloniales, muy difíciles de
gestionar. A la par de todo esto y en segundo lugar, un factor fundamental en
el desencadenamiento de ambos conflictos tuvo mucho que ver con el impacto
imparable del capitalismo y la modernidad a nivel global, especialmente a
partir del último tercio del siglo XIX, cuando se produjo la crisis económica
finisecular. En este momento se puso de manifiesto la incapacidad de las
economías europeas para competir a nivel agro-ganadero con nuevas potencias del
sector, como Australia, Argentina o los propios Estados Unidos, cuyos productos
supusieron la ruina y el hundimiento de muchos medianos-pequeños propietarios
del continente. El caso de campesinos y clases populares depauperadas de
Alemania que decidieron probar suerte al otro lado del Atlántico es
paradigmático, pero algo muy similar ocurrió en Italia y también en España, que
vio marchar a decenas de miles de personas al Oranesado
y a Latinoamérica. En cualquier caso, como decíamos, es posible que Alemania
fuera el país que más acusara esta situación, algo que además hizo desde una
posición económico-militar de relativa fortaleza que le pudo permitir poner en
cuestión los equilibrios políticos en el continente europeo para poder competir
en un futuro con el Reino Unido y los Estados Unidos. Otros sujetos políticos
como los imperios austro-húngaro u otomano se aliaron con Alemania con la
esperanza de que una eventual victoria en una guerra europea crearía el
escenario adecuado para su supervivencia, algo que parecía estar en cuestión
por el auge del nacionalismo y los proyectos democráticos o revolucionarios en
su seno. En este sentido, a esos dos niveles tenemos unas causas estructurales,
podríamos decir, que condicionaron sobremanera lo ocurrido en Europa en la
primera mitad del siglo.
En este
sentido, el diagnóstico y respuesta de la derecha conservadora alemana respecto
a la posibilidad de obtener un “espacio vital” a costa de los territorios de
Europa Oriental tenía mucho sentido dentro de esta sensación de decadencia
social y económica no ya inminente, sino hasta cierto punto real. El
nacionalsocialismo y Hitler no hicieron otra cosa que heredar y llevar a cabo
una idea que ya había sido ensayada de algún modo durante la Gran Guerra en los
territorios del llamado Ober Ost.
Este agregado territorial bajo mando militar integró desde 1915 las regiones
nororientales de Polonia y otras porciones de Lituania, Letonia y Bielorrusia
para una explotación intensiva de sus recursos, siempre con la vista puesta en
una futura anexión al imperio alemán. Dicho proyecto frustrado fue llevado al
paroxismo por el Tercer Reich entre 1939 y 1945, con la dominación de Bohemia y
Moravia, Polonia y las vastas extensiones de territorios ocupados en la Unión
Soviética, destinados a conformar un imperio continental que debía convertirse
en la nueva Meca de la emigración europeo de origen germánico. Se trataba de
hacer del Este europeo el nuevo Oeste estadounidense, para así explotar sus
inmensas riquezas naturales y crear un inmenso espacio de seguridad que hiciera
a Alemania no ya solo invulnerable ante cualquier otro poder, sino capaz de
competir con el potencial militar e industrial estadounidense. En este sentido,
el proyecto político nacionalsocialista era resultado de la crisis del
capitalismo y la modernidad hasta sus últimas consecuencias, de ahí su radical
modernidad, su ambición y su alcance. En cualquier caso, y ello no deja de ser
ilustrativo, Tim Mason ya demostró en los años 70 que el Tercer Reich fue a la
guerra por la amenaza de dislocamiento y quiebra de la economía alemana a causa
de las exigencias del programa de rearme, el fracaso de algunas de sus facetas
por falta de recursos y personal especializado o el descontento de la clase
trabajadora por el progresivo descenso de los niveles de vida. Así fue como a
ojos de Mason, en teorías que desarrollaría por su parte Götz
Aly en “La utopía nazi” y otros trabajos, la guerra
cobró vida propia a causa del agotamiento de la economía alemana y su peligro
de colapso, que empujó a su cúpula político-militar a una constante huida hacia
delante de conquista, explotación y saqueo económico que mantuviera viva la
industria y altos los niveles de vida. Visto fríamente, además de responder al
clásico análisis de lucha por la hegemonía política la guerra alemana encuentra
explicación en problemas estructurales del propio sistema económico.
Evidentemente,
por ir a los otros dos casos que mencionáis, la Revolución rusa y la guerra
civil española, seguramente útiles para contestar a otros conflictos internos
de la época, se explican dentro de estas mismas lógicas: la lucha por la
hegemonía y el impacto de la modernidad y el capitalismo. Por un lado, está
claro que la Revolución rusa tuvo lugar a causa de las contradicciones internas
propias de un sistema de dominación político-social y económico que hacía
aguas, tal y como se puso de manifiesto en la Revolución de 1905. Dicho de otro
modo, está claro que las estructuras sociales y políticas no se habían adaptado
a la progresiva introducción del capitalismo y la industrialización en Rusia.
Sin embargo, no es menos cierto que tanto la primera como la triunfante
revolución de 1917, seguida por una larga guerra civil de más de un lustro,
tuvieron lugar en el marco de sendos conflictos internacionales. Y en buena
medida, el éxito de la segunda se explica por el tremendo desgaste al que fue
sometida la sociedad rusa durante la Gran Guerra, que no fue un conflicto
localizado como lo había sido la guerra ruso-japonesa (1904-1905), sino una
guerra larga que comportó la pérdida de gran cantidad de vidas humanas y
territorios vitales para la economía del imperio. Así pues, una vez más vemos
hasta qué punto los conflictos armados y el descontento provocado por estos
pueden tensar las costuras de una sociedad hasta desencadenar motines masivos
dentro del ejército y una revolución en el frente doméstico que se alimentó de
los desertores que volvían a casa con sus armas en la mano. Tal cosa pudo haber
ocurrido perfectamente en la Alemania de 1918 de no haberse firmado un
armisticio que más tarde fue convertido por la contrarrevolución y sectores del
ejército en la famosa “leyenda de la puñalada por la espalda”. Buena prueba de
ello fue el sexenio revolucionario que se extendió por muchas regiones del país
a lo largo de los años que van de 1918 a 1923. Los líderes nazis eran
conscientes de hasta qué punto la derrota en la Gran Guerra había venido
provocada por el desgaste que esta había supuesto para las economías
familiares, de ahí que se preocuparan por mantener altos los niveles de vida entre
1939 y 1945 con el expolio de los territorios ocupados.
Como bien
apuntabais en la pregunta, una revolución es un conflicto interno de una parte
de la sociedad frente al sistema de dominación vigente. En cierto modo, la
guerra civil española fue lo mismo pero a la inversa: una contrarrevolución
cívico-militar que tomó forma en un golpe de estado contestado desde las clases
populares organizadas en partidos y sindicatos de izquierda revolucionaria por
lo general. Fue esto, que propició el fracaso parcial del golpe, lo que hizo
que este acabara deviniendo en una guerra civil irregular que fruto de la
implicación internacional (lucha por la hegemonía política) de diversas
potencias derivó en una guerra total de larga duración. El objetivo que
perseguía esta contrarrevolución no era otro que preservar una hegemonía de las
clases dominantes que se creía amenazada por el avance de la democratización y
sobre todo de la izquierda revolucionaria, encarnadas ambas por el Frente
Popular. Al mismo tiempo, y lejos del carácter regresivo o atávico que a veces
se le supone, fue una forma particular de intentar lidiar con los retos de la
modernidad (impacto económico-social del capitalismo, movilización popular,
reivindicaciones político-sociales) mediante la violencia, la coerción, el
corporativismo, la autarquía y, en definitiva, la gestión militar de la vida
del país. Por lo demás, la virulencia que cobró la violencia tanto en las
guerras civiles española y rusa como en otras estuvo directamente relacionada
con la existencia de problemas estructurales vigentes dentro de esas sociedades
a nivel local, regional y estatal. Esto va mucho más allá de la gastada y poco
útil explicación de las venganzas personales, porque como siempre nos gusta
decir “lo personal es político” siempre, de forma que no está para nada reñido
con explicaciones más profundas y generales que nos permitan entender esas
violencias. En definitiva, y como fue común a otros países del entorno, la
española fue la misma respuesta que la que se aplicó en los años 20 en Italia,
Alemania en los 30 y muchos países satélites del Eje en la Segunda Guerra
Mundial como Croacia.
Así pues, y
para acabar, las guerras de la segunda mitad del siglo XX se parecen a las de
la primera en lo que se refiere a los desencadenantes. Sin embargo, las armas
nucleares se convirtieron en un factor disuasorio hasta el
punto que las grandes potencias buscaron evitar ver afectada la
integridad de su sociedad y territorio mediante la exportación de la guerra por
la hegemonía política a sus periferias en el llamado Tercer Mundo. Por
supuesto, los nuevos conflictos, que siempre tuvieron lugar en sociedades
postcoloniales, se alimentaron en base a las contradicciones internas de estas
tanto a nivel económico como social y político, explotadas de forma consciente
desde fuera. Así pues, por lo general las grandes potencias abandonaron la
implicación militar directa con contingentes propios en los escenarios bélicos,
que por lo general fue sustituida por la participación de asesores militares y
políticos, la venta de armas y el suministro de inteligencia. Son pocas las
excepciones en este sentido, y todas se cuentan como fracasos militares con
graves pérdidas humanas y materiales, pudiendo destacar por el lado
estadounidense Corea y Vietnam y por el lado soviético Afganistán (1978-1992).
-Desde el campo de
batalla se sufre la guerra en primera persona de una manera demoledora (o como
vosotros suscribís, calificando de “desgarradora”). Sin embargo, el conflicto o
la guerra se sufre mucho desde la retaguardia porque se padece de manera
directa desde “ese combate del frente doméstico”, desde “el convivir con los
desastres de la guerra y de la batalla en la sociedad y con el devenir del
día a día de una sociedad que vive dentro de una guerra” (
como sociedad tendrá sus propios problemas sociales a los que, además,
habrá que sumar los propios problemas que se derivan de la guerra) . De manera
indirecta, lo que pasa en la guerra, reitero, repercute en la sociedad y de qué
manera…
-Efectivamente,
ya hemos podido explicar un poco a lo largo de la entrevista hasta qué punto
sufren las guerras las poblaciones civiles, no hace falta irse al pasado para
verlo, basta con ver las consecuencias de los conflictos armados en Siria o en
Libia, con millones de desplazados. En el caso de la segunda posguerra mundial
hemos visto cómo estas se convierten en moneda de cambio para la reorganización
interna y fronteriza del continente europeo, algo que ya había tenido
precedentes en la primera posguerra mundial con el conflicto greco-turco
(1919-1922), que tras dirimirse en medio de brutales políticas de ocupación y
episodios de violencia culminó con el Tratado de Lausana que sancionaba de iure
la expulsión (que ya se había producido de facto) y desplazamiento de casi un
millón y medio de griegos de Asia Menor a Grecia y unos 350.000 turcos de la
región griega de Macedonia. Tal y como es común a estos episodios de limpieza
étnica el proceso culminó en un auténtico desastre humanitario con gran sufrimiento
para la población civil afectada, tanto por la falta de medios para su
integración en un país pobre como Grecia como por las diferencias culturales
respecto a sus nuevos compatriotas (muchas veces no hablaban en dialectos que
fueran comprensibles entre sí).
Pero sí,
uno de los atributos de la guerra total es la conversión del civil en objetivo
militar en tanto que parte del esfuerzo bélico enemigo, ya sea por trabajar
para su economía o por colaboracionismo supuesto o real con el enemigo en
territorio ocupado. Desde luego, la conversión del civil en víctima no era nada
nuevo en la historia de la guerra, basta con ver las políticas de sometimiento
y control del territorio empleadas por Alejandro Magno o los propios generales
romanos, que incluían la quema y destrucción de ciudades y la esclavización de
poblaciones enteras. En este punto está claro que hay un hilo de continuidad a
lo largo de la historia en el modo de hacer la guerra. Sin embargo, la
aparición del armamento moderno, con la aviación pesada de largo alcance, la
artillería de gran calibre y el armamento químico y nuclear supuso un salto
cualitativo y cuantitativo sin precedentes, unido también al surgimiento de las
sociedades nacionales y de masas bajo potentes aparatos informativos y propagandísticos
en manos de grupos de opinión y del estado. No es que antes no hubieran
existido los estereotipos o eso que la historiografía militar francesa ha
denominado cultura de guerra, pero nunca jamás los poderes fácticos habían
tenido tal alcance, y eso es lo que hace de la guerra moderna algo sin
precedentes que puede devenir total. Es esa misma modernidad la que permite
crear ejércitos nacionales de masas, por la capacidad de gestión del estado,
por la aparición de nuevas infraestructuras y medios de transporte y por la
existencia de industrias armamentísticas a gran escala. En este sentido, en la
primera mitad del siglo XX la población civil ya no solo fue violada, saqueada
y asesinada a manos de soldados de infantería (o en el último caso por armas de
artillería y sitios), sino que a partir de la Gran Guerra se encontró con el
peligro de ser bombardeada desde el aire o atacada con agentes químicos. Esta
amenaza no haría sino perfeccionarse e intensificarse en apenas dos décadas,
hasta llegar a los bombardeos aéreos masivos de ciudades durante la Segunda
Guerra Mundial, con ciudades como Colonia, que sufrió el impacto de hasta
34.700 toneladas de bombas en cinco años, o Hamburgo, que dejaron un saldo de
42.000 muertos a finales de julio de 1943. Otras como Dresde fueron atacadas
con bombas incendiarias de fósforo, dejando tras de sí en solo tres días un
balance de varias decenas de miles de muertos en una ciudad sin ningún valor
militar o económico. Por último, otro caso paradigmático fue Tokio, que al ser
una ciudad construida por entonces en buena parte con madera se vio destruida
en un cuarto de su extensión el 9 y 10 de marzo, dejando un saldo escalofriante
de 100.000 muertos a causa de las temperaturas que se alcanzaron en el
epicentro del bombardeo a causa de las bombas incendiarias de napalm.
Evidentemente,
la exposición a la que estaban sometidas las
poblaciones civiles en la retaguardia y los frentes domésticos afectaba
sobremanera la moral de los combatientes en la primera línea de combate. A la
angustia propia de muchos hombres generada por la desconfianza hacia sus
mujeres, consecuencia de la cultura heteropatriarcal
dominante, se sumaba la preocupación por la integridad de sus seres queridos
cada vez que llegaban noticias de un nuevo bombardeo aéreo. Y es que, a pesar
del control de la información durante la guerra esta acaba llegando, siquiera
en forma de rumor, que es un vehículo fundamental de comunicación en cualquier
conflicto. Por supuesto, no se trataba solo del miedo a los bombardeos, sino
del sufrimiento por las estrecheces materiales a las que se veían sometidos
mujeres, niños y ancianos en los lugares de origen, lo cual obligaba a buscar
todo tipo de estrategias de supervivencia, desde la participación a mayor o
menor escala en el mercado negro, al robo, la prostitución o la búsqueda de
protección a cambio de favores, fueron muchas las vías empleadas para sacar
adelante familias enteras. También en casa esposas, hijos y padres sufrían por
los que habían marchado a combatir, por la ausencia coyuntural de noticias, por
la incertidumbre sobre su situación real en el frente, por la desaparición o,
en definitiva, por la muerte. Por lo general, los estados modernos han
encontrado aquí uno de los mayores retos en lo que se refiere a enviar a los
hombres a la guerra en su nombre y bajo su responsabilidad, siendo la
consecuencia más evidente y grave. En este sentido, las políticas de protección
social para viudas y huérfanos –dependiendo de la capacidad económica y las
prioridades del país en cuestión– y los rituales de duelo organizados por las
autoridades han ocupado una parte importante tanto en las guerras europeas del
siglo XX como en sus posguerras, pero no menos que el asociacionismo de los
veteranos supervivientes que lucharían por la protección de sus intereses y
derechos.
Por eso
mismo, como decíamos, la guerra moderna tensa hasta tal punto las costuras de
las comunidades humanas que puede llegar a desembocar en procesos
revolucionarios, fruto de las contradicciones mismas de dichas sociedades o de
sus problemas estructurales. Porque, efectivamente, los conflictos armados
ponen mucho más en evidencia los problemas sociales preexistentes, por la
propia exigencia que comportan, y de ahí que en situaciones de guerra se
intensifique el control sobre la población civil e, incluso, se proceda a la
militarización del trabajo, recurriendo en ocasiones al estado de excepción
como medida extrema. Y aquí a menudo puede unirse una política de incentivos
(en forma de alimentos y distinciones según la producción o el comportamiento)
con otras de tipo coercitivo y con la propaganda, que tiene un lugar clave en
los conflictos contemporáneos.
Sea como
fuere, y aunque esto sea extensible a cualquier conflicto de la historia, las
destrucciones y las bajas producidas por una guerra moderna suelen tener un
alcance numérico tal y una naturaleza cualitativa (por ejemplo con los
desaparecidos fulminados por una bomba o calcinados) que resultan irreparables
a todos los niveles, desarticulando economías nacionales durante años,
rompiendo comunidades locales, destrozando regiones enteras y marcando a las
familias de por vida.
-El trabajo por lo
que os atañe directamente a vosotros como plumas activas firmando diversas
“reflexiones” desde el estudio, investigación y documentación. ¿Cómo lo
llevasteis a cabo? ¿Cómo fue?
-En el caso
de Miguel Alonso y David Alegre sus trabajos nacen de sus tesis doctorales. Por
lo tanto, son aspectos parciales de estas que funcionan bien de forma
independiente y que al mismo tiempo ponen un poco el marco interpretativo o las
coordenadas en que se han movido sus respectivas investigaciones durante los
últimos años. Por lo que respecta a Miguel, cuya tesis sigue en curso, la mayor
parte de su capítulo se ha desarrollado a partir del análisis de la
documentación del Archivo General Militar de Ávila, muy poco y muy mal
estudiada, y un corpus muy amplio de memorias de excombatientes, hasta ahora
poco tenida en cuenta por ser considerada literatura fundamentalmente
apologética y poco útil para la investigación. En este caso Miguel demuestra
hasta qué punto queda material por exprimir, de qué modo el pasado siempre
puede y debe ser revisitado, y más en lo que se refiere a las cuestiones
estrictamente bélicas y militares –que nunca lo son estrictamente en el más
puro sentido de la palabra– de la guerra civil española. En cuanto a David
Alegre los contenidos de su capítulo analizan algunas dimensiones clave de su
tesis doctoral, como las redes de solidaridad y las experiencias que dan cuerpo
a la contrarrevolución en la primera mitad del siglo XX; el perfil
socio-cultural y político de los voluntarios que fueron al Frente Oriental (en
este caso fundamentalmente habla de franceses, holandeses, belgas y un noruego
muy particular como fue Per Imerslund); y, sobre
todo, el papel crucial que estos últimos tuvieron en sus países de origen a la
hora de precipitar a sus sociedades en conflictos internos de intensidad
regional y temporal variable.
Por su
parte, el capítulo de Javier Rodrigo es una reflexión teórico-ensayística sobre
el concepto de guerra civil, tratando de esclarecer sus atributos, sus
dimensiones y su operatividad para el análisis de algunos de los conflictos
socio-políticos internos que asolaron el continente europeo en la primera mitad
del siglo XX. Seguramente, más allá de la importancia que tiene por sí mismo,
lo más importante del texto de cara a los lectores y lectoras españolas es que
nos permite enmarcar la guerra civil española dentro de un fresco mucho más
amplio y en el momento histórico en que tiene lugar. De hecho, este trabajo se
encuentra en el origen de un proyecto que tenemos ahora en marcha, que ha ido
creciendo en los últimos años y del cual os hablaremos al final de esta
entrevista. Como podréis apreciar, su realización ha sido posible a través de
un amplio vaciado de fuentes bibliográficas de primera importancia, así como
otras no tan conocidas, para lo cual Javier ha trabajado en diversas
bibliotecas europeas como la del European University Institute en Florencia.
-¿Cómo fue el
volcar todos los trabajos y el cómo montar el puzle, aunque se supone que,
desde el punto de partida, ya se tenía, poco más o menos lo que se quería
explicar en vuestras cabezas y en el organigrama, ¿es así?
-Seguramente
nos hubiera gustado contar con un par de piezas más, pero por unas u otras
razones no fue posible. Por ejemplo quisimos añadir algo sobre las
reconstrucciones materiales y sociales en Francia y Bélgica durante la primera
posguerra mundial, y también un capítulo sobre las guerras civiles en Rusia,
pero a pesar de tenerlo muy avanzado no pudimos concretar el tema. Al final es
complicado organizar un volumen colectivo de estas características, con tantos
autores y autoras, cada cual con tempos diferentes y exigencias muy altas en el
campo de la investigación y la docencia. Así pues, hubiera sido interesante
ampliar el foco, qué duda cabe, y habría dado más profundidad y amplitud al
conjunto, pero aún sin eso el libro tiene toda la coherencia interna que
requiere una publicación colectiva y funciona a la perfección, ya sea
individualmente o como fresco de época, porque todos los trabajos responden a
problemáticas y aspectos muy similares en casos diferentes. Por eso no fue
difícil conformar el equipo y el plan de la obra, porque en la mayor parte de
los casos ya habíamos trabajado juntos en el marco del congreso “Teatros de lo
bélico”, porque compartimos inquietudes y conocemos bien los trabajos de unos y
otros. Al final, la mayor satisfacción que nos queda con un libro como este es
ver cómo poco a poco va surgiendo algo parecido a una escuela de la nueva
historia militar o los estudios de la guerra en España, una mucho más
preocupada por los conflictos y el mundo militar desde una perspectiva
socio-cultural. También es fantástico ver que cada vez estamos mejor y más
conectados a los debates internacionales, que conseguimos contribuir con
producciones propias desde aquí y que hacemos llegar lo más interesante a
nuestras latitudes. Este era uno de los objetivos de este libro y ese será el
de cualquier futuro proyecto en el que nos embarquemos.
-Amigos sois muy
prolíficos. Es un “no parar” como investigadores e investigadores. ¿Nos podéis
dar alguna pista sobre lo que estáis trabajando en la actualidad?
-Efectivamente
en la actualidad tenemos varios proyectos en marcha. Lo más inmediato será la
aparición de la tesis doctoral de Miguel Alonso sobre la experiencia de guerra,
la socialización ideológica y la violencia en el ejército sublevado, un trabajo
del que esperamos mucho y que esperamos no tardará mucho en ser publicado como
libro tras su defensa.
Por lo que
se refiere a publicaciones lo más cercano en el tiempo es la aparición de un
libro bastante ambicioso de David Alegre y Javier Rodrigo sobre las guerras
civiles a lo largo del siglo XX, donde haremos un recorrido de estas a nivel
mundial que dará continuidad a algunas de las reflexiones contenidas en este
“Europa desgarrada”. En este caso ya estamos trabajando en ello y esperamos que
aparezca en las librerías en el primer cuatrimestre de 2019. Por su parte, el
propio Javier Rodrigo y Miguel Alonso están editando junto a un historiador de
reconocido prestigio internacional como Alan Kramer
un volumen colectivo sobre el concepto de “Guerra fascista” tal y como lo
trabajamos en el congreso internacional homónimo de abril de 2017. De algún
modo, el proyecto trata de definir si existe una forma de hacer la guerra
propia del fascismo. En él participará también David Alegre como autor y otros
dos autores de “Europa desgarrada”, como Franziska Zaugg y Jeff Rutherford, así como
otros autores y autoras muy renombrados que analizarán
la guerra fascista desde diferentes casos de estudio a los que ya estamos
acostumbrados como el italiano, el chino, el croata o el japonés. Finalmente,
después de haber sido galardonado con el accésit al Premio Miguel Artola, el
más importante otorgado a tesis de historia contemporánea en España, David
Alegre está trabajando en la preparación de su tesis doctoral en forma de
libro. Esta se centra en el colaboracionismo político-militar en la Europa de
la Segunda Guerra Mundial, muy centrada en los voluntarios franceses, valones y
españoles que combatieron contra la Unión Soviética en la Segunda Guerra
Mundial.
Aparte de
esto seguimos en marcha con la “Revista Universitaria de Historia Militar”, que
no deja de crecer año tras año y de la cual estamos muy orgullosos. Por
supuesto, tampoco cejamos en nuestras tareas divulgativas y tratamos de estar
en cualquier foro público donde pueda existir un interés
por nuestro trabajo.
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