Cazarabet conversa con... Asier Árias, autor de “La
economía política del desastre. Efectos de la crisis ecológica global” (La
Catarata)
Los
libros de La Catarata, desde la pluma de Asier Arias,
analiza los efectos de la crisis ecológica global.
Esta
editorial tiene su “intrahistoria”: “Desde
1990 ha publicado más de mil quinientos títulos que forman parte de un proyecto
editorial independiente que pretende contribuir a la difusión de formas de
pensamiento crítico. Nuestro objetivo es lograr la incorporación de nuevos
lectores y autores que intercambien no sólo información y puntos de vista, sino
también emociones y estrategias de acción. El catálogo se va formando con la
publicación de libros que se caracterizan por su naturaleza divulgativa y cuyo
objetivo es servir de estímulo para la reflexión y el debate sobre la realidad
política, económica, cultural y social a través de obras que aportan una visión
plural más allá de los tópicos sobre aquellos temas de actualidad y cuestiones
de fondo que interesan a un lector curioso y comprometido con la sociedad”.
Lo
que nos dice la editorial del libro:
La
enmarañada red del sistema económico global no es en realidad más que el
producto de la actividad de una de las millones de especies que pueblan la
Tierra. Sin embargo, la actual crisis ecológica global solo puede analizarse
dentro de su propio contexto, conformado por la intersección entre ecología,
economía y política. Asier Arias trata en estas
páginas de ofrecer una visión global y actualizada del alarmante estado de
nuestras relaciones con nuestro medio, con la compleja trama global de
ecosistemas de la que nuestra existencia depende. Durante esta panorámica de la
crisis ecológica, el autor se aproxima al modo en que la tratan,
respectivamente, los medios y las políticas occidentales, y cómo la sufren en
el Tercer Mundo. Pero también examina las causas de la pasiva y desarticulada
respuesta ciudadana a dicha crisis.
El
autor, Asier Arias:
Profesor
de Filosofía, ha dedicado su actividad académica e investigadora a la filosofía
de la mente y las ciencias cognitivas. Licenciado en Filosofía por la
Universidad de Salamanca y graduado en Psicología por la UNED, realizó estudios
de máster en la Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad de
Salamanca. Obtuvo el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid con una
extensa disertación sobre la necesidad de integrar métodos y herramientas
teóricas de la neurociencia afectiva y la etología cognitiva en el estudio
científico de la mente consciente. Ha publicado numerosos artículos en revistas
especializadas, ocupándose principalmente de cuestiones de filosofía de la
mente y ciencias cognitivas, pero también de historia y filosofía de las
neurociencias. Algunos de sus trabajos han sido ampliamente citados y
utilizados por docentes e investigadores en diferentes áreas de la psicología,
la filosofía y las neurociencias.
Cazarabet conversa con Asier
Árias:
-Asier, ¿nos explicas el porqué de este libro? ¿Qué te hizo
escribirlo?
-Quizá
convenga que, antes de entrar en materia, nos detengamos a echar un vistazo al
contenido del libro. Se trata de un texto que discute las relaciones entre economía,
política y ecología. Recurre a una vasta bibliografía técnica, pero no excede
los márgenes de la literatura de divulgación y resulta por tanto accesible para
cualquier lector interesado en aproximarse al vínculo entre la economía
política imperante y la crisis ecológica en curso. Y bien, ¿qué me llevó a
redactar un texto como éste? Creo que fue el desconcierto, cierta suerte de
irritado pasmo ante el contraste entre el modo en que la crisis ecológica
aparece en las publicaciones científicas y el modo en que lo hace en los medios
de comunicación y el discurso político. Es sencillo ilustrar este punto
listando un ejemplo tras otro, pero conviene abrir el plano para no perderse en
los detalles. Ningún especialista serio cuestiona que, por primera vez en la
historia, una generación ha de decidir si legará a la siguiente un planeta
habitable. Mientras tanto, los medios miran a otra parte y la política
institucional incumple un compromiso insuficiente tras otro, sumando, eso sí,
pompa a una retórica cada día más hinchada y también más hueca. Así, por
ejemplo, los informativos dedican un porcentaje minúsculo de sus piezas a
cuestiones medioambientales. Además, tanto en ellos como en la prensa escrita,
esta escasa cobertura aparece sesgada por un optimismo a menudo financiado por
las mismas compañías de cuyas actividades somos informados. Se trata de lo que
Francisco Heras Hernández (coordinador del Área de Educación y Cooperación del
Centro Nacional de Educación Ambiental) denomina «narraciones eco-optimistas»,
relatos tranquilizadores que, en sus palabras, contienen esencialmente promesas
de generalización de lo que hoy en día son meros proyectos de
investigación o, en el mejor de los casos, iniciativas de muy pequeña
escala. El análisis que Francisco Heras realiza del modo en que los
medios de masas tratan la crisis ecológica le lleva a concluir algo que no
sorprenderá a nadie familiarizado con la cuestión: que la fuente principal de
las «narraciones eco-optimistas» que enturbian y distorsionan el escaso
espacio dedicado en los medios a la crisis más apremiante de la historia humana
ha de buscarse en el mundo corporativo, en las propias empresas responsables de
esa crisis.
A
pesar de este embate propagandístico, la población mantiene unas actitudes
hacia dicha crisis que revelan una comprensión de la misma muy superior a la
que traslucen las políticas adoptadas. Este nuevo contraste fue también un
estímulo para la redacción del libro. Se trata del contraste que encontramos
entre la opinión pública y las políticas implementadas. Cabe decir que mientras
la población recibe una información escasa y sesgada, los políticos reciben
asesoramiento experto y, sin embargo, en vista de los datos que arrojan las
encuestas de opinión y las decisiones ejecutivas y legislativas, la situación
parece ser la opuesta. Así, en vista de esas actitudes y de las décadas
perdidas en declaraciones políticas grandilocuentes, «desarrollo sostenible»,
«responsabilidad social corporativa» y demás promesas vacías, falta sólo que la
población pase de la conciencia de que nos encontramos en una grave encrucijada
a la conciencia de que sólo su compromiso puede sacarnos de ella.
-Bueno, a veces
no sé si primero llega el desastre y después la afección económica o al
contrario.
-Sí,
en efecto, la línea temporal ha seguido en unas ocasiones una dirección y en
otras otra. En cualquier caso, al vincular economía política y desastre mi
intención difiere de la del famoso libro de Naomi
Klein. Lo que me propongo es subrayar que uno de los rasgos más evidentes del
entramado institucional neoliberal es su incompatibilidad con la salud de
ecosistemas y comunidades. Además, al trazar este vínculo entre economía
política y desastre intento documentar con cierto detalle el hecho de que las
calamidades ecológicas fruto de la irracionalidad económica neoliberal no son
algo que habremos de sobrellevar de un modo u otro en el futuro, como suele
presumirse, sino que, de hecho, están ya con nosotros. Resulta imperativo poner
en este punto de relieve que quienes vienen sufriendo esas calamidades son,
principalmente, las poblaciones de las regiones sometidas primero la
colonización occidental y luego la globalización occidental. Así que, en pocas
palabras, mientras las potencias occidentales acumulan la responsabilidad de la
crisis ecológica en curso, en las regiones más pobres del planeta las víctimas
tradicionales continúan acumulando golpes. Los ejemplos nos salen
constantemente al paso si nos tomamos la molestia de echar un vistazo a la
bibliografía pertinente. Así, por ejemplo, en las regiones más empobrecidas del
planeta, los cada vez más graves y frecuentes desastres relacionados con el
clima obligan a más de 20 millones de personas a abandonar cada año su lugar de
residencia. Estos desastres están convirtiéndose, además, en la principal
causa de empobrecimiento en dichas regiones, en las que cientos de millones de
personas extremadamente pobres viven en los países en los que la magnitud y
frecuencia de esta clase de desastres es, por lo pronto, mayor. De modo
que la crisis ecológica global tiene una obvia dimensión moral. Por una parte,
son las corporaciones y los gobiernos occidentales quienes han impuesto el
modelo económico que padecemos. Por otra, a pesar de que la población de los
países «desarrollados» supone apenas una quinta parte de la población mundial,
su consumo equivale a más de tres cuartas partes del total anual de recursos
empleados a nivel global. Así pues, dado que compartimos nacionalidad con los
agentes institucionales de la crisis ecológica en curso, dado que nuestro
consumo constituye su principal motor y dado que disfrutamos de enormes
privilegios y oportunidades exentas de riesgo para la oposición y la
resistencia a los programas de aquellos agentes institucionales, nuestra
cómplice pasividad debiera resultarnos vergonzosa –particularmente al
compararla con la entrega y la valentía de las comunidades indígenas que, aun
siendo objeto de una persecución que se plasma cada año en decenas de
asesinatos de activistas medioambientales, se han colocado al frente de la
lucha mundial contra la destrucción del planeta que los amos del Norte
«gestionan».
-Puede decirse,
en fin, que es el capitalismo neoliberal el que se encuentra detrás de la clase
específica de desastre que venimos constatando, ¿verdad?
-El
capitalismo es una idea abstracta: nunca ha existido nada parecido a un sistema
económico basado en la iniciativa privada y la libre competencia. Si echas un
vistazo a cualquiera de los sectores dinámicos de la economía comprobarás que
ninguno de ellos existiría de no haber sido por prolongadas intervenciones
estatales a gran escala para la provisión de infraestructuras, la investigación
básica, la constante subvención directa, el rescate periódico, la garantía de
precios monopolísticos, la protección contra competidores extranjeros, el
auspicio de los derechos de inversión mediante «tratados de libre comercio»,
etc. No es ningún secreto para cualquiera que haya echado un vistazo a un
manual de historia económica.
Cabría
discutir si esa abstracción del capitalismo podría conducir al colapso
medioambiental todavía más rápido que nuestro actual sistema de protección
colectiva del poder privado. Y podría darse el caso de que a alguien le cupiera
demostrar que, efectivamente, en un sistema real de libre mercado avanzaríamos
aún más rápido hacia el precipicio, pero lo cierto es que resulta realmente
difícil concebir un entramado institucional más irracional que el que ha venido
estableciéndose desde principios de los ochenta. La cúspide de la pirámide de nuestro
entramado la ocupa un tipo particular de institución social: las corporaciones.
De ellas parten las decisiones y las órdenes acerca de qué hacer con los frutos
del esfuerzo colectivo, de forma que a nadie debiera extrañar que se destinen a
proteger e incrementar su predominio. De hecho, «neoliberalismo» es el término
que debe emplearse para designar el exitoso proyecto de relegar a la
irrelevancia a cualquier institución capaz ofrecer alguna clase de resistencia
a ese predominio. Libres así para hacer su trabajo, las corporaciones se
dedican a la «responsabilidad corporativa»: como sobra
indicar, la única responsabilidad de una corporación es la de incrementar sus
beneficios y sus cuotas de mercado. Si formas parte de alguno de los sucesivos
eslabones de la cadena de mando de una de estas autocracias herméticas y
cumples tu cometido, estupendo; si no, estás en la calle. Y, desde luego,
cuando el eslabón que ocupas se encuentra próximo al comité central, tu
diligencia a la hora de acatar la «responsabilidad
corporativa» de maximización y crecimiento puede procurarte suculentas
bonificaciones. No obstante, si tus remilgos te impiden comportarte de forma
«responsable» y dejas pasar una ocasión de lucro a causa de su incompatibilidad
con criterios morales elementales, estás en la calle. No se trata de maldad
individual: el problema que enfrentamos hoy es el de la irracionalidad
institucional más peligrosa de la historia humana.
-Siempre he
entendiendo la ecología como algo integral y holístico. ¿Se presenta para ti
del mismo modo?
-Esto
del holismo puede significar muchas cosas distintas,
pero creo que, al menos desde el siguiente punto de vista, debería responder
que sí. En concreto, entiendo que el compromiso medioambiental debe plasmarse,
a la vez, en el plano de la responsabilidad individual y en el de la acción
colectiva. Es imposible exagerar la relevancia del consumo responsable y la
ética personal, habida cuenta de que la inmensa mayoría del impacto humano en
el medioambiente proviene del consumo doméstico. Sin embargo, quedarse en este
ámbito de lo individual, tan bien avenido con la lógica neoliberal de la
atomización social, no será en ningún caso suficiente: el problema que
encaramos permanecerá con nosotros mientras la acción concertada de una población
comprometida siga ausente ante la cada día más apremiante necesidad de
emprender profundos cambios institucionales.
-Los discursos
políticos suelen quedarse, por así decir, por detrás del mensaje, y quizás
también hasta de las “buenas intenciones”.
-Dada
la preponderancia política del mundo corporativo, de la política institucional
pueden esperarse pocas cosas más allá de los eslóganes y las declaraciones de
buenas intenciones. Durante la década de los
setenta el mundo corporativo allanó coordinadamente el camino hacia aquella
preponderancia mediante la acción integrada de lobbies, think tanks y
comités de acción política. Dicha acción integrada discurrió por dos márgenes
paralelas: mientras en la esfera cultural masivos esfuerzos propagandísticos
daban forma al individuo neoliberal, aislado, pasivo e impotente, en la esfera
política el dinero y los abogados inundaban las ramas legislativa y ejecutiva
del gobierno, consiguiendo, además, decisivas victorias en la cúspide de la
judicial. Así pues, el influjo del mundo corporativo en la configuración de la
vida cultural y política creció de forma exponencial durante esa década, y no
ha dejado de hacerlo desde entonces, en una espiral de concentración de poder
económico que deriva naturalmente en acumulación de poder político, que a su
vez deriva naturalmente en una mayor concentración de poder económico, y así
sucesivamente hasta llegar a la situación presente, en la que las asimetrías
económicas se han salido de las gráficas y las concomitantes asimetrías de
poder e influencia política se hacen manifiestas, por ejemplo, en nuestra
incapacidad para distinguir el sentido en que giran ya las puertas. Se trata de
una historia plagada de episodios interesantes, pero por algún motivo la
inmensa mayoría de los mismos apenas son discutidos fuera de pequeños círculos
de especialistas académicos.
-Lo que me parece
en cualquier caso claro es que el desastre medioambiental es paralelo al
desastre social.
-De
hecho, creo que existen sobrados y muy sólidos motivos para sostener que la
cada día más ominosa crisis ecológica no es más que una manifestación entre
otras de un entramado institucional obviamente disfuncional. No se me ocurre
una afirmación menos controvertible.
Las
intervenciones estatales masivas han sido los parches que nos han salvado
periódicamente de debacles indecibles. Hasta ahora, esas debacles eran
meramente económicas. Se trataba de poner barreras a la inestabilidad del
sistema económico «capitalista». Así, el New Deal
pudo amortiguar el desplome de los treinta del mismo modo que el rescate de los
arquitectos del colapso financiero y la ingente inversión china en urbanización
e infraestructuras pudo amortiguar el de 2007/2008. Nótese que se trata de
parches, mecanismos para evitar el desmoronamiento del sistema económico.
Mientras tanto, la población sigue excluida de la toma de decisiones en el
ámbito de la actividad social productiva. El contribuyente, desde luego, no
está excluido de sufragar el desarrollo de tecnología, la formación de trabajadores
especializados o los sucesivos rescates de los que depende el sector privado.
De forma que los trabajadores, que aportan la práctica totalidad del erario, se
limitan a proveer lo necesario y obedecer las órdenes de ésos a los que Adam
Smith denominara «señores de la humanidad», que, por su parte, se limitan
a tomar las decisiones pertinentes acerca de qué hacer con los frutos aquel
ingente esfuerzo colectivo. Ninguna acumulación de parches puede disolver esta
contradicción. Sea como fuere, los parches pueden mostrarse más o menos
eficaces a la hora de mitigar tensiones sociales y contener debacles
económicas, pero hay otras tensiones y otras debacles que echan raíces en la
misma contradicción fundamental y que ningún parche puede aplacar: se trata de la
tensión que produce la incompatibilidad entre la salud de la biosfera y la «responsabilidad
corporativa», esto es, el imperativo institucional de maximización de
beneficios, crecimiento neto y expansión de mercados. La estrategia de los
parches puede salvar al sistema económico de sí mismo, evitando, por ejemplo,
la quiebra de las grandes firmas del casino de la banca de inversión. Si bien
el contribuyente puede acudir al rescate cuando la irracionalidad económica
amenaza con reducir a escombros el sistema financiero, nadie puede rescatarnos
cuando esa misma irracionalidad amenaza con arruinar la biosfera.
-Háblanos de los
principales responsables de esta crisis.
-Como
apuntaba, creo que es sencillo argumentar que los principales responsables vivimos
en los países occidentales. Chomsky está en lo cierto cuando señala que el
privilegio implica oportunidades, y que en ellas se basa nuestra
responsabilidad. Los habitantes de los países «desarrollados» gozamos de
amplias libertades y oportunidades para la organización y la acción exentas de
riesgo, de ahí nuestra responsabilidad. Si un pequeño incendio acaba por
arrasar un bosque, consideraremos responsables a quienes se encontraban en
situación de sofocarlo, y es obvio que no es lo mismo disponer de un camión
bomba que de una pistola de agua. Pues bien, nosotros no sólo disponemos de un
cambión bomba, sino que fuimos de hecho quienes iniciaron el incendio con
nuestro consumo y nuestra pasividad ante la irracionalidad de la «responsabilidad
corporativa».
Detengámonos
un instante a considerar ese consumo y esa pasividad. Ambos son fenómenos
ciertamente complejos y polifacéticos, de modo que habremos de limitarnos a
echar un vistazo superficial a un par de extremos particularmente
relevantes. Como indicaba, la mayor parte del impacto humano en el
medioambiente proviene del consumo doméstico, que da cuenta del 60% de las
emisiones globales de gases de efecto invernadero y de entre el 50% y el 80%
del uso total de tierra, materiales y agua. A su vez, la mayor parte del
impacto doméstico en el medioambiente se debe a la alimentación. La industria
alimentaria es el principal motor de la deforestación y la pérdida de
biodiversidad a nivel global. Además, su contribución al calentamiento global
es enorme, no sólo porque sus emisiones directas de gases de efecto invernadero
constituyen al menos una cuarta parte del total anual, sino también porque en
torno a un 80% de la deforestación se debe a la agricultura industrial, que ha
venido así privándonos de un importantísimo amortiguador contra el cambio
climático: de acuerdo con su papel en el ciclo del carbono, los bosques y
selvas vinieron comportándose como enormes sumideros de carbono, hasta que
comenzaron a retroceder a una velocidad vertiginosa, dando paso a inmensas
extensiones de monocultivos, principalmente de cereales y soja. Más de una
tercera parte de esos cereales y la práctica totalidad de esa soja se destinan
al cebado en el contexto de la ganadería industrial. De forma que las emisiones
europeas de gases de efecto invernadero se reducirían en un 40% sólo con que
los europeos comiéramos la mitad de carne y lácteos. Con ello, como sugeríamos,
contribuiríamos asimismo a mitigar el masivo ataque contra la biodiversidad que
implica la destrucción de aquellos enormes sumideros de carbono, que son
también nuestras más ricas reservas de vida salvaje.
Creo
que no resulta complicado extraer de lo antedicho importantes conclusiones
acerca de nuestras sencillas oportunidades y nuestra manifiesta
responsabilidad. Si, con todo, el lector no acaba de aclararse, quizá pueda
orientarle la distribución del consumo anual per cápita de carne: mientras los
países de la angloesfera y los europeos oscilamos
entre los 80 y los 120 kilos, los asiáticos y africanos lo hacen entre los 4 y
los 40. Las selvas están en los países de las víctimas tradicionales, pero las
arrasamos nosotros.
Echemos
ahora un vistazo a aquella pasividad. Durante los setenta y los ochenta
valientes actos de protesta y desobediencia civil lograron moratorias nucleares
en toda Europa. En España, la presión popular fue suficiente para que el
gobierno socialista, en un largo proceso que se prolongaría de 1984 a 1994,
detuviera la construcción de centrales nucleares. Desde luego, el sector
privado recibió a cambio de este revés indemnizaciones billonarias. Pues bien,
si el sector alimentario es nuestra Caribdis, el energético, y en concreto el
de los combustibles fósiles, sigue siendo nuestra Escila. No obstante, aquel
efectivo ímpetu ciudadano parece haberse deshinchado, cuando es más evidente
que nunca antes que nuestra responsabilidad sigue siendo la de hacer frente a
una industria que pone en riesgo la continuidad de la vida social organizada.
Con todo, es claro también que la presión popular ha sido insuficiente en un
país en el que el carbón, el combustible fósil más sucio desde el punto de
vista de la emisión de gases de efecto invernadero, ha recibido una media de
unos 10.000 millones de euros en subvenciones durante cada una de las tres
últimas décadas. (Aunque a pocos se les escapará, anotemos entre paréntesis que
el anterior argumento seguiría en pie incluso aunque amigos del oxímoron
«capitalismo verde» como Michael Shellenberger
estuvieran en lo cierto acerca de las bondades de la energía nuclear).
-Ese trabajo
desde la base a cuya necesidad apuntas, entiendo que requiere de la educación,
en el ámbito formal y en el cultural, pero también de la acción de las
organizaciones de base a pie de calle.
-Efectivamente,
parece que una población informada y comprometida es el lugar en el que cabe
depositar el anhelo de una organización social más humana y menos destructiva.
Desde luego, después de décadas de estériles eslóganes estatales y
corporativos, no parece una buena idea cargar demasiado las tintas sobre las
consabidas tibias soluciones de mercado a problemas originados por el mercado
–impuestos de emisión, mercados de derechos de emisión, mercados de compraventa
de derechos de extracción de recursos, etc. Sobra añadir que es exclusivamente
a estos paños tibios a los que hacen oblicua referencia aquellos eslóganes.
-Desde nuestra
actual vivencia de claros desastres medioambientes, ¿podemos intentar
revertirlos o paliarlos en alguna medida?
-Creo
que podemos y, sobre todo, creo que debemos. Incluso aunque llegáramos a
convencernos de que todo está perdido y no hay nada que hacer, deberíamos
seguir empeñados en revertir y mitigar el daño ocasionado.
Ciertamente,
los datos son cada vez más alarmantes. Así, por ejemplo, aunque las
perspectivas que han venido ofreciendo cada uno de los informes del Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático resultaran ya de por
sí funestas, una importante proporción de la comunidad científica criticó en
cada ocasión sus predicciones a causa de su acusado sesgo hacia las
conclusiones tranquilizadoras. La evidencia empírica ha venido inclinando año
tras año el fulcro hacia el lado alarmista del debate. Sin ir más lejos, el
Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente advertía hace unos días
(a mediados de marzo de 2019) que, incluso aunque se cumplieran los objetivos
de reducción de emisiones del Acuerdo de París, las temperaturas invernales del
Ártico se elevarán en el próximo par de décadas lo suficiente como para
«devastar la región», produciendo «enormes» impactos a nivel mundial al
«desatar el aumento global del nivel del mar».
Éste
no es, precisamente, un horizonte amable, y se trata de un mero ejemplo al
azar, pero el derrotismo, la frivolidad, el cinismo o la indiferencia no son
alternativas aceptables. Frente a ellas, cabe apelar al optimismo de la
voluntad con el que Gramsci enfrentaba el pesimismo
del intelecto: hay cosas que no pueden darse por perdidas,
aun cuando parezca inútil luchar por ellas. Así, si los datos indicaran
incontrovertiblemente que todo está perdido, podríamos, acaso, secundar
intelectualmente la opinión de que todo está perdido, pero sería en cualquier
caso injustificable que la secundáramos también moralmente. Si pudiera hablarse
de algo así como el compromiso del nihilismo o la postración, sería siempre un
compromiso inadmisible.
-Amigo Asier, me figuro que ya estarás trabajando en nuevos
proyectos. ¿Nos puedes dar alguna pista?
-No
te equivocas. Por una parte, tengo entre manos algunos artículos académicos y
un manual sobre cuestiones vinculadas con las ciencias cognitivas; por otra, he
venido prestando atención a diferentes cuestiones vinculadas con la economía
política del medioambiente y su cobertura mediática, y he publicado algún texto
sobre ellas.
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